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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
La edad de hierro
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
2 de junio de 2016
alcalorpolitico.com
Afortunadamente, ya estamos en las postrimerías del ruido electoral. Desde aquí y desde ahora, no podemos pronosticar nada de los resultados, es decir, nada bueno. Por eso, para no crear más contaminación que la que los minicandidatos a la gubernatura han generado para inundar al Estado de Veracruz (la peor de su historia, sin duda), lo más sano es cambiar de tema y, para ello, nada mejor que hablar de un libro: La edad de hierro. Libro pequeño, denso, escrito durante el trienio 1986-1989 por el premio Nobel de Literatura J. M. Coetzee.  
 
Este escritor nació en Sudáfrica, durante el apartheid, y allí estudió inglés y matemáticas. A los 20 años se fue a Inglaterra, en donde trabajó como programador informático en la IBM. De allí pasó a Estados Unidos, en donde se doctoró en lingüística computacional. Después regresó a Sudáfrica, impartió clases de literatura inglesa y finalmente decidió vivir en Australia, dando clases de inglés.  
 
La edad de hierro es su sexta novela, publicada en 1990. El tema no es político, sino muy humano: una mujer anciana regresa a su casa después de que el médico le diagnostica una metástasis de cáncer en los huesos. Al llegar a su hogar, se encuentra con un vago que ha decidido habitar en el granero. Ella vive sola, su hija se fue a Nueva York con la promesa de no volver jamás a Sudáfrica. En su soledad, le escribe esta larga carta, encargando al vagabundo que, una vez que muera, se la haga llegar. En ella reflexiona sobre la vida, sobre la educación, sobre los políticos. Ni modo, ese otro cáncer también ha sufrido metástasis y ha invadido toda la sociedad, incluso la literatura. La anciana, una noche, enciende la televisión y… «La televisión. ¿Por qué la veo? El desfile de políticos todas las noches: solamente tengo que ver esas caras tostadas e inexpresivas, tan familiares desde la infancia, para sentir abatimiento y náuseas. Los matones de la última fila de pupitres de la clase, chavales torpes y huesudos, ya crecidos y ascendidos a gobernar la tierra». Como se ve, también por allá hace viento. Y sigue la anciana: «Con sus padres y sus madres, con sus tías y tíos, con sus hermanos y hermanas: una horda de langostas, una plaga de langostas negras infestando el país, masticando sin cesar, devorando vidas. ¿Por qué los sigo mirando, si me llenan de horror y de asco».
 

Y la mujer, enferma y débil, entiende que esa subespecie humana es muy universal: «Ya no se molestan en arrogarse legitimidad. Se han sacudido de encima la razón. Lo que los absorbe es el poder y el estupor del poder. Comer y beber, masticar vidas, eructar. El parloteo lento y la barriga llena. Sentados en círculo, debatiendo pesadamente, emitiendo decretos como mazazos: muerte, muerte, muerte. Sin preocuparse por el hedor…».
 
Como se aprecia en la novela, la experiencia de la mujer (y del autor de la historia) no ha sido muy agradable en ese ambiente político. Sin duda, el apartheid la marcó porque sigue pensando: «Y su mensaje estúpidamente invariable, siempre la misma estupidez. Su gesta, después de años de meditación etimológica sobre la palabra, es haber convertido la estupidez en virtud. Dejar estupefacto: despojar de sentimiento; aturdir, ofuscar; llenar de perplejidad… El mensaje: que el mensaje no cambia nunca. Un mensaje que convierte a la gente en piedra».
 
Probablemente, por eso, por haber conocido a esa ralea de políticos, la mujer concluye su reflexión: «Vemos como los pájaros miran a las serpientes, fascinados por lo que está a punto de devorarlos. Fascinación: el homenaje que rendimos a nuestras muertes. Entre las ocho y las nueve nos reunimos y ellos se exhiben ante nosotros. Una manifestación ritual, como las procesiones de obispos encapuchados durante la guerra de Franco. Una tanatofanía: mostrarnos nuestra muerte. “¡Viva la muerte!” es su grito, su amenaza. Muerte a los jóvenes. Muerte a la vida. Cerdos que devoran a su prole. La Guerra de los Cerdos» (págs.37-38). Sin duda, la vida política en el apartheid africano, y en Inglaterra, y en Estados Unidos, y en Australia, ha sido terrible…
 

Pero la novela de Coetzee va más allá de la política, esa parte indigesta de la sociedad. Con su lenguaje metafórico hace un recuento de una realidad dura, cruel, injusta, donde priva la enfermedad, la soledad y el desencanto; es la realidad de los débiles, de los desamparados, de los hombres y mujeres, niños y ancianos segregados, marginados del progreso y de los placebos de un mundo que se hace cada vez más inhumano, más alejado de los buenos sentimientos, de la compasión, de la solidaridad. De esta manera, Coetzee traza un paralelismo entre el cáncer que consume a un enfermo y el cáncer de la deshumanización que devora implacable a toda una sociedad, dejando en el fondo de la caja de Pandora la esperanza de una relación que va más allá de los distingos de clase, de raza, de credo, de edad y de sexo, como es la que se establece entre la señora Carren y el vagabundo Vercuil.  
 
Lea usted este libro: La edad de hierro, de John Maxwell Coetzee, premio Nobel de Literatura 2003.
 
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