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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Violencia y educación
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
14 de julio de 2016
alcalorpolitico.com
La insurrección magisterial contra las facetas negras de la reforma educativa: la evaluación punitiva (es decir, el sometimiento del gremio al poder del Estado) y el enfoque neoliberal, no parece tener un desenlace pronto ni tranquilo. Pese a las amenazas del secretario de Gobernación (¿el candidato del ejército?) de actuar con más violencia contra los maestros inconformes, aun después de la inútil y sangrienta ofensiva de Nochixtlán, y esas mesas de diálogo en donde solo se negocian por debajo de la mesa asuntos políticos, la rebeldía de los maestros contra los dos temas arriba anotados no parece tener una fácil solución. El gobierno, en boca del presidente y del secretario de Educación, solo ha hecho una propuesta: someterse o ser sometidos. Porque el Estado, dicen, tiene el uso legítimo de la violencia, sea con las armas o sea con las leyes, y hay sectores de la sociedad que claman porque este derecho se ejerza cuanto antes y de forma contundente.
 
Sin duda, muchas de las acciones de los inconformes provocan daños, malestar, irritación y coraje a la población. Pero, desgraciadamente, esas acciones son reacciones a actos previos de injusticia y violación de derechos. ¿Alguien puede pensar, por ejemplo, que los pensionados bloquean una calle por el gusto de hacerlo? ¿No es una acción desesperada ante actos de injusticia y de abuso cometidos por la autoridad? «Cuando un gobernante demuestra su incompetencia para resolver los problemas de su sociedad, se deben tomar medidas excepcionales para resolverlas», Héctor Yunes dixit. Las acciones que los explotados toman son medidas excepcionales, ¿o no?
 
Desde luego, el Estado justifica los actos represivos porque su visión es desde arriba, es decir, desde el ejercicio del poder, y sus compromisos son más fuertes con los grupos que lo comparten o se benefician de él que con los electores a quienes arrancaron, por las buenas o por las malas, el sufragio que los encumbró. Como lo menciona Maurice Joly (Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, Muchnik Editores), en boca de Maquiavelo, el gran maestro de los políticos: «¿Creéis, por ventura, que es el amor a la libertad en sí misma el que induce a las clases inferiores a tomar por la fuerza el poder? Es el odio a los poderosos… Por su parte, los poderosos imploran a su alrededor un brazo enérgico, un poder fuerte, al que solo una cosa piden: que proteja al Estado de las agitaciones, cuyos desbordes su frágil constitución no podrá resistir; y que a ellos mismos les proporcione la seguridad indispensable para realizar sus negocios y gozar sus placeres». Y pregunta: «¿Qué forma de gobierno creéis posible en una sociedad en donde la corrupción se ha infiltrado por doquier, donde la riqueza se adquiere por las sorpresas del fraude, donde únicamente las leyes represivas pueden garantizar la moral y el mismo sentimiento patriótico se ha disuelto en no sé qué cosmopolitismo universal? No veo otra salvación para estas sociedades que… un despotismo gigantesco con poder de aplastar al instante y en todo momento cualquier resistencia, toda expresión de descontento» (38s).
 

Frente a ese maquiavelismo, el pensamiento democrático, el que cree en la posibilidad de un gobierno ejercido a través de leyes justas y equitativas, con gobernantes éticos o, al menos, decentes, se expresa por boca de Montesquieu: «No hay más que dos palabras en vuestra boca: fuerza y astucia. Si vuestro sistema se reduce a afirmar que la fuerza desempeña un papel preponderante en los asuntos humanos, que la habilidad es una cualidad necesaria en el hombre de Estado, hay en ello una verdad de innecesaria demostración; pero si erigís la violencia en principio y la astucia en precepto de gobierno, el código de la tiranía no es otra cosa que el código de la bestia, pues también los animales son hábiles y fuertes y, en verdad, solo rige entre ellos el derecho de la fuerza brutal […] Prohibís al individuo lo que permitís al monarca. Censuráis o glorificáis las acciones según las realice el débil o el fuerte; estas son virtudes o crímenes de acuerdo con el rango de quien las ejecuta. Alabáis al príncipe por hacerlas y al individuo lo condenáis a las galeras. ¿Pensáis acaso que una sociedad regida por tales preceptos pueda sobrevivir? ¿Creéis que el individuo mantendrá por largo tiempo sus promesas, al verlas traicionadas por el soberano? ¿Que respetará las leyes cuando advierta que quien las promulgara las ha violado o las viola diariamente? ¿Que vacilará en tomar el camino de la violencia, la corrupción y el fraude cuando compruebe que por él transitan sin cesar los encargados de guiarlo? Desengañaos: cada usurpación del príncipe en los dominios de la cosa pública autoriza al individuo a una infracción semejante en su propia esfera; cada perfidia política engendra una perfidia social; la violencia de lo alto legitima la violencia de abajo […] El silencio del pueblo no es solo la tregua del vencido, cuya queja se considera un crimen. Esperad a que despierte: habéis inventado la teoría de las fuerzas; tened la certeza de que la recuerda. Un día cualquiera romperá sus cadenas; las romperá quizá con el pretexto más fútil y recobrará por la fuerza lo que por la fuerza le fue arrebatado» (18, 20s).
 
Y Maquiavelo interviene: «No me preguntéis qué se hará; es imprescindible, de una vez por todas, aterrorizar a las almas, destemplarlas por medio del temor».
 
Esa sangre, ¿quién la derramará?, pregunta Montesquieu y Maquiavelo responde: «El gran justiciero de los Estados: el ejército, el ejército... La intervención del ejército en la represión permitirá alcanzar dos resultados de suma importancia. A partir de ese momento, por una parte se encontrará para siempre en hostilidad con la población civil, a la que habrá castigado sin clemencia; mientras que, por la otra, quedará ligado de manera indisoluble a la suerte de su jefe» (67s).
 

Y advierte, sagaz: «Como en política las palabras no deben nunca estar de acuerdo con los actos, es imprescindible que, en estas diversas coyunturas, el príncipe sea lo suficientemente hábil para disfrazar sus verdaderos designios con el ropaje de designios contrarios; debe crear en todo momento la impresión de ceder a las presiones de la opinión cuando en realidad ejecuta lo que secretamente ha preparado su propia mano» (58). En otras palabras: para un político, los problemas no son para resolverlos, sino para manejarlos en beneficio propio y de quien convenga.
 
El asunto es: ¿y los niños, los alumnos, qué aprenden de todo esto?
 
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