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Columnas y artículos de opinión
Diario de un reportero
Otros secretos de Creta
Miguel Molina
8 de septiembre de 2016
alcalorpolitico.com
Esta semana llegamos a Creta. Nos fuimos en busca de la paz por el camino polvoriento, ensordecidos por el sonoro rechinar de las cigarras, agobiados por el viento, y cruzamos pueblitos donde no pasa nada desde hace siglos, apenas refrescados por el aroma de los pinos.
 
Vimos a una mujer vestida de negro que nos miraba sentada en la penumbra ardiente, un hombre montado en su burro, luego nada otra vez, piedras, polvo, toda esa luz, que no cabe en los ojos ni en las palabras del reportero, ni en la carretera lastimosa y lastimada entre cerros pelones apenas poblados por olivos y pinos y nopales, casi Altotonga o Acatzingo, pero al pie del mar por todas partes.
 
Y de pronto hay azul, un azul transparente e inmenso: es el mar. Hemos llegado a Agios Pavlos. Tarde o temprano hay en la mesa un plato de pescado frito y otro de hojas de parra rellenas y frasquitos con aceite de oliva o con vinagre, y agua fresca y vino blanco y vasos.
 

Desde la sombra, uno descubre que el sol de Creta es el mismo que deshizo la cera leve de las alas de otro fugitivo como uno en busca de lo desconocido.
 
Vine a Agios Pavlos hace tiempo, y he vuelto cada vez que he podido, porque el acto de viajar representa el estado perfecto de libertad absoluta: nadie es tan libre como quien deja un lugar y no ha llegado a otro, simplemente va, y literalmente se halla en todas partes y en ninguna, como la flecha que nunca llega al blanco, tal vez en busca del alba que menciona Homero.
 
Es igualmente cierto que la soledad -relativa o absoluta- propicia un sentido de libertad muy semejante: en la terraza, bajo el emparrado, ante la luna y el agua y los montes, uno es uno mismo con la inmensidad estrellada de afuera y la estremecida inmensidad interior, aunque nada es para siempre.
 

No muy lejos de Agios Pavlos, en Knossos, hay quien busca al Minotauro en los escombros calcinados por el sol deste siglo y el incendio que trece siglos antes de nuestra era redujo a ruinas el palacio del rey Minos, hay quien imagina el calor sofocante del laberinto y el jadeo ansioso de la bestia en los pasillos, y hay quien termina por conformarse con la idea de que era solamente una leyenda y que Teseo nunca tuvo una espada de bronce ensangrentada y que Ariadna era solamente un tropo para nombrar alguna forma de la virtud.
 
Uno recorre sin creer las ruinas brutalmente vejadas por grafitis que consignan que Kilroy was here, y bebe sin cesar agua helada, aturdido por el chirriar incesante de las cigarras, atormentado, ensopado en sudor, y toma fotos con la esperanza de capturar aunque sea una imagen que muestre para siempre los secretos de Creta, isla inasible.
 
Pero al mismo tiempo guarda en los ojos resplandores para cuando se necesite, y se va de Knossos y regresa a lo cotidiano, al gustado ejercicio a que natura o menester lo inclinan. En el viaje, uno va a sentir que una sonrisa le llena la cara mientras vuela en la noche. Ha escrito un relato de viaje en clave, lleno de tropos veracruzanos y de trucos, y se ha autoplagiado: el trabajo perfecto.