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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Ningún servidor público es ladrón
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
3 de noviembre de 2016
alcalorpolitico.com
Un periodista le preguntó al gobernador interino del estado de Veracruz, Flavino Ríos Alvarado, si estaba enterado de las propiedades de quien le heredó el tronado trono gubernamental. Dijo que no, que no sabía nada de nada, vaya, ni siquiera que el dinero se iba de las arcas estatales a cuentas privadas y a inversiones sucias. Y, para rematar su ingenua ignorancia y mostrar sus manos limpias de toda sospecha de contubernio, dijo muy orondo que ningún «servidor público» estaba involucrado en las operaciones fraudulentas de su «amigo personal», sino que los participantes de la depredación fueron «viejos amigos y conocidos» de su aún jefe y compañero de aventura en el desgarriate que vive el estado con sus ocho millones de despreocupados jarochos.
 
Probablemente, suponiendo que el efímero gobernador haya podido pensar en lo que estaba diciendo y le haya dado tiempo para hacer este agudo razonamiento, él pudo tener razón si por servidor público entendemos a alguien que, efectivamente, sirve, está al servicio, cumple su función de resolver los problemas que se le enfrentan, es capaz de entender y atender los negocios públicos y es un solícito y eficaz funcionario que, lejos de mirar por sus propios intereses y de su jefe y amigo, dedica toda sus energías, capacidades, habilidades, destrezas y conocimientos para lograr el bien común.
 
En otras palabras, ningún servidor público, en el sentido limpio y puro de la expresión, es un ladrón, un malviviente, un abusador, un prepotente, un altanero, un déspota, un demagogo, un individuo sin ética ni respeto por el pueblo que, según dicen, lo eligió. O, quizá, sí es todo lo anterior, o lo había sido hasta el momento en que fue nombrado a un cargo de tal responsabilidad e indispensable honorabilidad y honradez. A lo mejor, en el mismo momento en que su jefe y amigo lo nombra para asumir una responsabilidad como secretario, subsecretario, jefe o lo que sea, deja atrás su mala vida y sus peores mañas y, por arte de birlibirloque, se convierte en servidor público, dotado de todas las gracias y virtudes que a tal corresponde por definición y vocación. O también puede ser que el susodicho sea un ejemplar servidor público mientras está sentado al frente de su secretaría, subsecretaría, departamento, oficina o lo que sea, y, al ratito, cuando ya sale de su despacho, entonces se convierte en el ladrón de marras.
 

Esto es muy posible en personalidades que nos recuerdan la siniestra historia de Robert Louis Stevenson: El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, el famoso personaje que, sufriendo la patología de la personalidad múltiple, presentaba dos identidades en un solo individuo: uno, el doctor Jekyll, bueno, honrado, laborioso y respetado y, el otro, el señor Hyde, quintaesencia de la maldad, criminal desalmado y, en el caso que nos ocupa, ladrón consuetudinario y voraz, capaz de las mayores barbaridades con tal de servir a los negocios de su jefe y amigo, y, simultáneamente, beneficiarse de sus influencias con el poder con su correspondiente impunidad.
 
El caso no es tan descabellado como pudiera parecer. De hecho, como todo mundo lo sabe, el ser humano es una curiosa mezcla de ambas facetas: el bien y el mal conviven en sus diferentes formas en el corazón humano y solo con esfuerzo (virtud: ‘virilidad’, decían los latinos) se puede lograr que una (esperamos que sea el bien) supere a la otra y el individuo sea, como dice el poeta Antonio Machado, «en el buen sentido de la palabra, “bueno”». De otra manera, como también sucede con frecuencia, la parte maléfica puede sobreponerse y el sujeto caer en los peores vicios y deformidades morales y sociales. Cabe añadir que, en esta última faceta, el sujeto suele lucir una inteligencia brillante, que, obviamente, es utilizada en pro de esta parte que en él está dominando. Desgraciadamente, como sucede en la novela de Stevenson, llega el momento en que la parte maléfica adquiere tal poder que ya le es imposible al individuo controlarla y siente, cree y confía en que nada ni nadie podrá impedirle acumular todo el poder y/o dinero que quiera, y el logro de la subsecuente impunidad. Cuando el antídoto que permitía controlar esta faceta de su personalidad se agote, el pobre sujeto devendrá convertido en una piltrafa moral.
 
Probablemente el improvisado y efímero gobernador ha leído (¿?) esta novela y piense que los «servidores públicos» de estos desgarriates de gobierno que hemos tenido por años y más años, y cada vez peor, sí han tenido a la mano el antídoto que controle las ansias de poder y riqueza y han hecho una labor honorable y digna de alabanza, y que los maléficos fueron otros, «los amigos de antaño».
 

Si Stevenson viviera, posiblemente escribiría, inspirado en este descubrimiento feliz, la segunda parte de su novela y el señor Hyde quedaría enterrado para siempre en una inmunda y triste mazmorra.
 
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