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Columnas y artículos de opinión
Espacio Ciudadano
Doña Rosa y su esforzada familia
Jorge E. Lara de la Fraga
1 de noviembre de 2012
alcalorpolitico.com
“Uno crece cuando acepta la realidad y se tiene el aplomo para vivirla; cuando acepta su destino y se tiene voluntad para cambiarlo…”

El pasado 27 de octubre falleció en Xalapa doña Rosa Amezcua viuda de Ortiz, a los 102 años de existencia, a consecuencia del tiempo inexorable que sigue su marcha y en razón de un organismo “muy trabajado” que dio de sí, después de múltiples esfuerzos y tribulaciones para guiar bien a su contingente familiar. A la fenecida le sobreviven 10 hijos, sus nietos y sus bisnietos, quienes la cuidaron durante sus últimos años y la velaron en su casa de la calle Juárez. La célula social encabezada por don José Ortiz y doña Rosa Amezcua se desenvolvió inicialmente en la comunidad de Mata de Jobo, municipio de Puente Nacional y después se trasladó la mayor parte de la familia a la ciudad de Huatusco, ante la necesidad de estudiar y de trabajar tanto los niños como los jóvenes descendientes. Ahí, en la tierra de las chicatanas y del tlaltonile, es donde la señora Rosa puso en operación un restaurante que atendió con esmero y diligencia, contando en todo momento con el apoyo de sus familiares y particularmente de la imprescindible Mercedes.

Los vástagos de don José y doña Rosa responden a los nombres de José María, Hermila, Benito, Mercedes, Irma, Quintín, Reyna, Sergio, Edith y René. Con algunos de ellos tuve una relación más estrecha durante ciertas etapas de mi vida; con Sergio jugué futbol soccer, con José María he compartido determinadas luchas sociales y he estado vinculado en actividades político – electorales, con Quintín coincidimos en eventos sociales y culturales y con René, además de practicar el basquetbol en los años juveniles, fue mi amigo de la infancia y después ya como estudiante del nivel superior nos vimos envueltos en el singular movimiento estudiantil de 1968, en nuestra Ciudad Capital.


Regresando la máquina del tiempo a la década de los 50 del siglo XX, puedo manifestarles a los lectores que en ese tramo emblemático de la avenida uno, entre las calles 1 y 3, muy cerca del Teatro Solleiro, vivían familias con varios inquietos chamacos. A la llegada de la familia Ortiz Amezcua conocí a René y nos enlazamos en aventuras y juegos con los demás infantes, como Fernando Espejo, Vicente Guzmán, los hermanos Páez Corral, los conocidos “Catufas” (Beto, Carlos y René), el güero Cortés, Fortino Hernández, el “cuate” Castro y otros chavales que escapan a mi menguada memoria. Nos entreteníamos con los juegos tradicionales, con competencias pedestres y con luchas libres a ras del suelo, no faltando esas incorporaciones clandestinas al vetusto inmueble porfiriano, sin que nos viera el señor Bribiesca, donde se proyectaban películas mexicanas de la época dorada o bien cintas de interés para nosotros, como las alusivas al Aguila Negra, al Santo y a las de vaqueros e indios, donde siempre eran vapuleados los salvajes y los malosos.

Todavía en mi imaginación y en mis sueños me paladeo con esos sabrosos guisos que elaboraba la señora Rosa o su hija Meche en su negocio gastronómico.

Aprovechando la amistad de René, me hacía el aparecido ocasional para ser invitado de manera un tanto forzosa y degustar bocadillos deliciosos. No cabe la menor duda, la estimable doña Rosa Amezcua viuda de Ortiz puede descansar tranquila, cumplió cabalmente con su compromiso personal. Sus hijos, nietos y bisnietos van caminando con seguridad por su sendero existencial y poseen las herramientas para solventar los obstáculos que encuentren a su paso. Los atributos y valores morales que distinguieron a esa respetable señora, serán los faros que alumbrarán el devenir de sus descendientes en estas convulsionadas épocas.


Quiero cerrar este comentario con una intervención del colega René Ortiz Amezcua, cuando el pasado mes de octubre se dirigió a sus ex – condiscípulos (Generación 60 – 62), de la Escuela Secundaria “Darío Méndez Lima”, de Huatusco, Ver., a 50 años de haber egresado de ese plantel. Mi amigo, el hijo de la difunta, expresó con emoción lo siguiente: “La juventud es hidalguía, es entereza, es desprendimiento; llama que arde, espiral de incienso que sube, fuente cristalina que canta. Si la juventud es todo lo anterior, también es cierto que esos tesoros no son patrimonio exclusivo de los años mozos, porque brillan igualmente en la madurez responsable y en la filosófica ancianidad… no pensemos que la vejez o la edad madura sean el preludio de la muerte o de la enfermedad o del dolor… Para mí lo mejor es dar gracias por el privilegio de aún vivir y continuar con mis sueños por realizar…”
JELF/halt

Atentamente

Profr. Jorge E. Lara de la Fraga.