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Columnas y artículos de opinión
De Interés Público
¿Democracia sin ciudadanos?
Emilio Cárdenas Escobosa
28 de abril de 2015
alcalorpolitico.com
La competencia política en nuestro país se ha ido convirtiendo cada vez más en la elección del menos malo y no del mejor. Por ello no faltan quienes consideran que todo el entramado legal, las prácticas de los gobiernos, de los actores políticos y el despliegue mediático que vemos en épocas electorales se orientan en el fondo a inhibir la participación de los ciudadanos.
 
En el plano teórico se ha analizado el vínculo que existe entre la participación política, la educación cívica y la gobernabilidad. Se considera que si una población participa activamente en la cosa pública, su activismo redunda en beneficios directos para el sistema político al crear condiciones para la gobernabilidad y la estabilidad democrática al fortalecer la capacidad de los ciudadanos para opinar sobre los asuntos políticos. Pero, al mismo tiempo, autores tan respetados como Joseph Schumpeter o Giovanni Sartori creen que, debido a la complejidad de los asuntos políticos y al tipo de conocimiento especializado que requieren, un cierto grado de apatía entre los ciudadanos debe ser bienvenido en cualquier democracia representativa, dejando así las decisiones políticas básicas y cruciales en manos de nuestros representantes.
 
La idea de implicación política de la población siempre ha levantado sospechas entre los conservadores, porque creían -y creen- que la participación intensiva de la ciudadanía divide profundamente a la sociedad en demandas, ambiciones y necesidades excluyentes. De ahí que se alerte sobre el peligro de que las masas de ciudadanos sean fácilmente manipulables por demagogos y populistas, que solo endulzan el oído de sus auditorios con planteamientos atractivos en su forma pero difícilmente realizables en su fondo. Ese es el problema, según esa visión conservadora, de abrir la participación a todos, porque ello implica llevar al sistema a la fragmentación y consecuentemente a la debilidad del régimen democrático.
 

Lo más sensato entonces, para garantizar condiciones de gobernabilidad, es descansar la administración de la cosa pública en los políticos de carrera, en los “expertos” que en el marco de nuestra democracia representativa son los que se supone mejor saben articular los intereses, demandas, posiciones, reclamos y demás exigencias de una sociedad diversa, plural y, por ende –dirían los mismos conservadores-, ingobernable si se les deja participar más allá de ciertos límites, porque después de todo, “lo importante para el liberal, en este caso, sería garantizar el ejercicio de la libertad individual, no la participación o el juicio político ciudadano”, como apunta el politólogo español Rafael Del Águila.
 
Hasta ahora lo que pasa en México confirma esa visión elitista de la democracia donde la lógica es dejar que los iniciados y los místicos de la política sean los conductores del sistema. Son ellos, de la mano de los medios electrónicos de comunicación, los que en nuestro nombre impulsan un modelo de democracia representativa ad hoc al pobre nivel educativo de las masas de votantes y más ad hoc a los intereses económicos y de poder de nuestra clase política y socios comerciales.
 
El círculo se cierra: si los ciudadanos son profundamente apáticos, ignoran los temas de debate más importantes, no desean participar, no poseen el necesario conocimiento de los asuntos públicos, se ocupan y preocupan más en su desarrollo personal, en su subsistencia y en competir por descollar en la esfera profesional y privada, es lógico que perciban negativamente, cuando no rechacen, y con justa razón, habida cuenta la parasitaria y rapaz clase gobernante que padecemos, todo lo político. Por tanto, mientras menos participen mejor, porque entre sus intereses inmediatos no figura la aspiración a desarrollar su capacidad de emitir juicios políticos informados. Por eso el imperio del marketing político, de los atosigantes mensajes televisivos de los candidatos y gobernantes. Por eso la dictadura de las encuestas y sondeos de opinión (muy pobre opinión si nos atenemos al pobrísimo nivel de información del encuestado) que atenazan a los políticos de hoy. De ahí el uso de las encuestas como instrumentos de manipulación.
 

Esa es la mayor debilidad de nuestro sistema político y del sistema de competencia electoral y es el marco propicio para que, como vemos elección tras elección, las campañas tomen invariablemente el rumbo del golpeteo, la denostación del otro, y para que encuentren campo fértil el rumor y el libelo en la desinformación ciudadana.
 
Ese es nuestro mayor déficit en el proceso de construcción democrática. Déficit que debemos abonar a la cuenta de la clase política de este país en su conjunto, que quiere una “democracia” sin ciudadanos, y al desinterés de las mayorías para exigir que los que hablen en su nombre le rindan cuentas.
 
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