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Sección: Vía Correo Electrónico

La ciencia desde el Macuiltépetl

ANAVERSA, 28 años después… las sirenas siguen sonando

Manuel Martínez Morales 05/06/2019

alcalorpolitico.com

La violencia destructiva en gran escala -la guerra abierta- aparece en primer término como una ruptura de lo cotidiano; es decir, como un trastorno de las actividades rutinarias, repetitivas, que realizamos día tras día en el ámbito de lo familiar, de lo conocido. Más allá de las fronteras de este mundo de la intimidad –advierte Karel Kosik-, de lo familiar, de la experiencia inmediata, de la repetición, del cálculo y del dominio individual, comienza otro mundo, que es exactamente lo opuesto a la cotidianidad. El choque de estos dos mundos revela la verdad de cada uno de ellos.

Sobre México, en las fronteras de lo cotidiano, se cierne una violenta guerra en gran escala aunque soterrada por la manipulación que a través de los medios de comunicación masiva ejerce el gobierno en turno.

Pues la violencia no sólo es la brutal agresión física como en una guerra abierta. La violencia, entendida en sentido más amplio, es el tipo de interacción entre sujetos que se manifiesta en aquellas conductas o situaciones que, de forma deliberada, aprendida o imitada, provocan o amenazan con hacer daño o sometimiento grave (físico, sexual, verbal o psicológico) a un individuo o a una colectividad; o los afectan de tal manera que limitan sus potencialidades presentes o las futuras. Puede producirse a través de acciones y lenguajes, pero también de silencios e inacciones.



Se trata de un concepto complejo que admite diversas matizaciones dependiendo del punto de vista desde el que se considere. Existen diferentes tipos de violencia: directa, estructural y cultural.

Y, precisamente, lo ocurrido en la formuladora de plaguicidas: Agricultura Nacional de Veracruz S. A. (Anaversa), en el barrio de La Estación, sobre la avenida 11, entre las calles 21 y 23, a 1.30 km del centro de la ciudad de Córdoba es un crudo ejemplo de esa violencia estructural y cotidiana que, en sus diversas manifestaciones, sufrimos los mexicanos.

Esta planta estaba rodeada de casas de clase media y baja, escuelas, una gasolinera, iglesias y pequeños comercios. El 3 de mayo de 1991, alrededor del mediodía, la planta se incendia y explota, lo que provocó una nube tóxica que se extendió alrededor de un tercio de la localidad. Miles de personas resultaron afectadas debido a la falta de información sobre las sustancias que fueron esparcidas, así como al mal manejo de la emergencia.



Este evento causó graves e irreversibles daños a la salud de la población y al medio ambiente. No sólo se dispersaron plaguicidas de toxicidad aguda, sino que, al quemarse, produjeron dioxinas y furanos, sustancias altamente tóxicas y persistentes en el ambiente.

En el libro México Tóxico. Emergencias químicas, escrito por Lilia América Albert y Marisa Jacott (2015, Siglo XXI), hay un capítulo dedicado a esta emergencia química: “Anaversa, un crimen impune”, en el que se explica con detalle el episodio, las acciones de atención que se realizaron, las responsabilidades y omisiones de diversas autoridades, concluyendo con reflexiones sobre las enseñanzas que deben aplicarse para evitar otro suceso de tal magnitud.

El percance de Anaversa ha acarreado fuertes costos ambientales y sociales, especialmente daños a la salud, así como un gran y prolongado sufrimiento humano. A pesar de que la evidencia científica probó que las sustancias que se formulaban y las que se produjeron por el incendio generaron diversas enfermedades mortales, ni la empresa ni el gobierno reconocieron a ninguna persona como víctima de la tragedia.



El predio fue abandonado después del accidente, ni los particulares ni el gobierno se hicieron cargo de su remediación. En el 2014 las autoridades municipales de Córdoba tuvieron la intención de establecer un mercado en el inmueble, pero muy pronto la idea fue suspendida gracias a la movilización social, pues se alertó que pese al tiempo transcurrido continúa siendo un sitio dañino para la población.
Hubo varias causas para esta explosión: la negligencia y descuido de los propietarios y la falta de preparación local para enfrentar emergencias químicas pero, también, es muy posible que haya habido una importante corrupción; sólo así se puede entender que, en el momento de la explosión, la empresa tuviera licencias federales de ambiente y salud que habían sido renovadas poco antes a pesar de las múltiples fallas operativas y deficiencias de seguridad que el incendio puso en evidencia.

Lamentablemente, la memoria pública es corta y, salvo los afectados, pocos recuerdan que un tercio de la ciudad fue cubierto por humos tóxicos, que peligrosísimas sustancias llegaron a varios arroyos, contaminándolos y afectando las fuentes de aprovisionamiento de agua de muchas familias.
En los niveles de decisión, nadie parece recordar –o querer recordar- que la historia del control de la emergencia es un catálogo de lo que por ningún motivo debe ocurrir en estos casos: los bomberos –uno de los grupos más afectados entonces y siempre– ignoraban cuáles eran las actividades de la planta, qué sustancias formulaba y cómo combatir este tipo de incendios; tampoco tenían equipos adecuados de protección personal y sólo disponían de agua para controlar el incendio.
Por su parte, los responsables de los servicios de urgencia no supieron cómo tratar a los intoxicados y, mientras la hubo, a todos les aplicaron atropina -antídoto específico para organofosforados-, ignorando que, además de plaguicidas organofosforados, en la planta había otras clases de plaguicidas. No se llevó un registro integral de los afectados y no se han registrado los casos de cáncer y malformaciones que han ido apareciendo en estos años en la población expuesta o, si se ha hecho, es secreto de estado.

Tampoco hubo un análisis serio para identificar las causas estructurales y coyunturales del accidente, ni para detectar las deficiencias de información, capacitación, organización y operación que contribuyeron a que se produjera y a que su control fuera tan deficiente. Todas estas deficiencias impidieron que las autoridades pudieran aprender algo sobre por qué se generan estas emergencias y cómo se pueden evitar.



Peor todavía, en los 28 años transcurridos no ha habido una mejoría en ninguno de estos aspectos a pesar de que siguen ocurriendo emergencias similares, pues a pesar de la proliferación de declaraciones de funcionarios de todos los niveles, de leyes, reglamentos e instancias oficiales para atender estos casos, en la práctica las medidas de protección civil, la preparación y equipamiento de los cuerpos de bomberos, la vigilancia y control de las empresas con actividades peligrosas y, en general, los mecanismos de respuesta a estos casos, siguen más o menos como estaban y son muy insuficientes en relación con las crecientes necesidades del país.

Reflexionar para comprender lo que se ve y lo que no se ve.