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Columnas y artículos de opinión
Kairós
Perdón y política
Francisco Montfort Guillén
27 de julio de 2016
alcalorpolitico.com
Una singularidad del cristianismo radica en su introducción del perdón, magnanimidad de su Dios, pero como actitud humana. A diferencia de la obligación de castigo a los infieles, e inclusive de venganza por las ofensas al Libro o a la figura del Profeta, que conducen al actual terrorismo musulmán, el cristianismo predica sobre la capacidad de los seres humanos de perdonar. Sin duda el humanismo occidental debe a esta categoría del pensamiento y de la acción, su rostro civilizatorio y la acción más común y por momentos más invisible que hace más vivible nuestras vidas.
 
Aunque es justo decirlo, no todas las expresiones del cristianismo tienen en el perdón su piedra filosofal. En términos mundanos, o mejor, en relación con el comportamiento en vida de los seres humanos que mejor se ajusta a una vida dedicada a honrar a nuestro Dios, el protestantismo ve, en el perdón arraigado en el catolicismo, una de las debilidades mayores para realizar individualmente los preceptos de la religión iniciada por Jesús.
 
Para los protestantes la vida ascética, dedicada a cumplir rigurosamente los preceptos religiosos, no debe estar confinada a los conventos y monasterios, las catedrales y las iglesias. La vida de restricciones materiales, la vida de aflicciones y de conductas éticas debe ser realizada en el mundo real, fuera de los espacios privados religiosos. Los famosos barrotes de la jaula ascética enmarcan la vida diaria, en el mundo real, de los seres humanos y su recompensa final será el reino de Dios. En cambio para los católicos, la vida en el mundo de la realidad puede sujetarse a ene excepciones de las reglas de la moralidad. Y la vida de pecador puede quedar salvada in extremis si reconsidera sus pecados y se arrepiente sinceramente de todos ellos y solicita el perdón de su Dios.
 

Llevar una vida de conductas intachables, interiorizadas como obligación personal, en la medida de lo posible, sin necesidad de que las imponga una autoridad externa, y así tener contacto directo con Dios y alcanzar su gloria; o requerir de una autoridad externa, contando con mediadores sacerdotales (y antes, políticos, en la figura de los reyes y príncipes) para tener contacto con Dios y además pecar, aún de manera escandalosa, y al final pedir perdón y acceder a la gloria de Dios, como ofrece el catolicismo, son dos vías que marcan también las condiciones del desarrollo del capitalismo, y las diferencias entre países desarrollados y subdesarrollados. Las ideas de Max Weber no pierden vigencia para entender nuestra realidad.
 
El perdón es pues una categoría civilizadora, sobre todo si la pensamos, situada su benéfica influencia, en la época de nacimiento de las grandes religiones de aspiraciones de dominio universal. Por eso es de remarcar la también acción civilizadora de la posterior separación entre iglesias y Estado, porque sus lógicas de dominio son diferentes, y unidas, se transforman en yugo insoportable para los seres humanos que viven bajo su dominio, pues aniquilan la razón, la imaginación, las libertades. Una sociedad moderna, democrática y desarrollada paga sus condiciones de bienestar económico y social con la soledad de sus integrantes, derivada tanto de asumir y defender sus libertades, como de la interiorización de sus responsabilidades sin capacidad de transmitir a otros sus culpas.
 
La capacidad civilizatoria del perdón, la magnanimidad de la que es capaz el humanismo más excelso, es una capacidad única de los seres humanos. No la realiza ningún otro animal. Como ahora, por ejemplo, la de mexicanos excelsos frente al dolor inenarrable e inasumible por otros, por la pérdida de hijos, padres, hermanos y amigos a manos de criminales en organizaciones privadas u oficiales, que han dicho perdonar a sus verdugos, tal vez como parte de <<su sanación>> y del manejo psíquico/emocional de su pesar. Pero el perdón pierde su capacidad transformadora, como <<sanación de la víctima de un daño>> o como alivio del perdonado por su falta cometida, cuando se asume como parte del ejercicio de la política. Lo mismo por crímenes de lesa humanidad que por faltas graves en la conducción gubernamental de los destinos de una sociedad.
 

La corrupción, y su siamesa, la impunidad, fue catalogada por el presidente de la república como un mal cultural añejo, histórico y por lo tanto de imposible erradicación. Hizo esta afirmación al menos en dos ocasiones en transmisiones en vivo por la televisión. Los males ocasionados por estas siamesas destructoras de instituciones lo alcanzaron a él. Más precisamente, cometió un ilícito que no estaba perfectamente definido en nuestras leyes. No es que no fuera, el conflicto de interés, un acto ilegal. Es que formaba parte, esto sí, de la cultura del priismo y por lo tanto era soslayado y excusado pues constituye parte integrante de los mecanismos de dominio político. A partir del recién creado Sistema Nacional Anticorrupción el conflicto de intereses dejará de ser un ilícito legalmente permitido.
 
Tener la capacidad del perdón, en política, de acuerdo a Elías Canneti, es la capacidad máxima de poder concentrado en el Soberano. Sólo puede ejercerlo Dios, o el personaje situado en el punto más alto del vértice de conducción política de un grupo o una sociedad. Por eso la actitud de López Obrador de arrogarse <<el perdón>> de integrantes de la <<mafia del poder>>. Por esta razón también, el perdón solicitado por un presidente a la sociedad que domina es una contradicción sin solución. Es todavía más absurdo que pida perdón, a que el presidente solicite a un subordinado que lo investigue y eventualmente lo condene. El presidente pidió perdón, pero no sabemos si la ofendida, la sociedad mexicana, le concedió esa magnanimidad. Y también pidió una disculpa a quien no cometió falta alguna. No ofreció la disculpa: la solicitó a la sociedad mexicana. Invirtió los términos. Nueva contradicción sin solución.
 
El perdón en política, como lo ofreció en su momento José López Portillo, también presidente de la república, tiene cierta capacidad seductora cuando se detiene en sus propios límites. Cuando la falta cometida se inscribe en el marco del Estado de derecho, entonces lo que procede no es pedir perdón, sino sujetarse a una investigación sin consideraciones privilegiadas, para que un juez decida libremente sobre la absolución o culpabilidad de acuerdo con las leyes. Así fueron juzgados Jacques Chirac en Francia y la cúpula del poder en Islandia. Sólo que en México, el titular del poder ejecutivo es casi un dios: goza de privilegios que no tiene ningún otro ciudadano: no puede ser culpado por actos ilegales, únicamente por traición a la patria. Nuevamente: el perdón solicitado por el presidente mexicano es de orden moral y es conveniente de acuerdo a su religión, pero rebasa el sentido político y carece de repercusiones en el marco del Estado de derecho.
 

Enrique Peña Nieto pidió perdón por un error cometido. Sin embargo los errores no se cometen: se viven en ellos sin percibirlos, igual que si fueran una ilusión. No es que sea ciego nuestro presidente: no vio falta alguna, porque vive en el error creado como realidad y aceptada culturalmente por su partido político. La corrupción priista que domina nuestra vida institucional es exactamente igual al agua para el pez: sólo fuera de ella los priistas se dan cuenta de su existencia y de la falta que les hace regresar a su pecera cultural. Es decir que los actos de corrupción forman parte de la realidad que no es percibida como falta: los priistas inventaron el paraíso terrestre de hacernos creer que la corrupción/impunidad es la normalidad, por eso no ven en ella un error, una ilusión, menos una falta legal. Las siamesas corrupción/impunidad, repitámoslo, no son un error, son las hijas de la pacificación posrevolucionaria del país. Ahora queremos que estas siamesas sean una realidad inaceptable, que constituyan una desviación cultural del priismo que merece ser tratada como lo que es verdaderamente: una ilegalidad que debe merecer fuertes sanciones para que despertemos de nuestra ilusión, de nuestro paraíso, de nuestro error.
 
La corrupción/impunidad es un cáncer social cuyas metástasis ya lesionaron el cerebro del sistema político, lesionaron desde hace sexenios enteros la integridad del conductor del sistema de gobierno. Sólo que ahora la sociedad despertó de esa ilusión, de estar en la creencia de que es posible que los presupuestos públicos se privaticen y que a ella no le suceda ningún mal, ningún perjuicio, ningún problema.
 
<<La negociación>> el mecanismo de dominación política del sistema de Partido Único, aunque ya no exista formalmente a nivel federal, sigue viviendo en los cerebros de millones de mexicanos. Y <<la negociación>> no es otra cosa que someter las voluntades por medio de diversos y muy refinados mecanismos de corrupción/impunidad. Afirma Enrique Krauze en su más reciente entrevista en Sin embargo, el periódico digital más influyente en México, que el PRI <<es un partido corrupto y corruptor>>. A decir verdad, las balas de la Revolución Mexicana, esa secuela sangrienta de golpes de Estado, callaron cuando el botín se repartió de manera más incluyente. Corrupción arriba y dádivas abajo: posesión ilegal de los bienes públicos, pero legitimada por la cultura gubernamental.
 

La caída del telón del sistema de Partido Único en Veracruz nadie la pudo imaginar más estruendosa y lastimosa. El reparto del botín fue gigantesco. Los lobos solitarios fuera de la pecera de la corrupción ahora se quejan. Pero casi nadie protestó mientras sucedía la rapiña: todos los actores principales esperaban su parte. Los actos de corrupción/impunidad no meren perdón y olvido. Merecen el impersonal castigo de las leyes. Sólo así sanarán las graves heridas que sufre la sociedad veracruzana.