icono menu responsive
Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
La corte de los ilusos
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
22 de junio de 2017
alcalorpolitico.com
Terminada la guerra de Independencia, tras firmarse los Tratados de Córdoba, México se enfrenta al problema de decidir su forma de gobierno. El primer gobernante será, por derecho propio y por ser comandante del ejército insurgente, el general Agustín de Iturbide, quien en un principio había luchado al lado de los realistas. Pero México no tenía la experiencia para elegir entre varias opciones y Agustín de Iturbide pronto cae en las redes de los conservadores que lo adulan y le hacen convertir su gobierno en un imperio. Era tan irreal ese mundo que en el mismo acto protocolario de su entronización, alguien le dice: «Nuestros votos se dirigen al cielo, pidiéndole un genio que disipe de su rededor la pestilente nube de la adulación» (73).
 
Es en ese momento, ya establecida la corte real, cuando se inicia la novela: justo en los preparativos para la coronación del Dragón de Hierro y su instalación en el Palacio de la Moncada. Iturbide se deja llevar por el boato y la vaciedad de la vida cortesana y palaciega, no obstante los grandes problemas políticos, económicos y sociales de la nueva nación. Pero son estos, que se acrecientan cada día, y la presión de sus contrarios, encabezados por el furibundo Fray Servando Teresa de Mier, los que lo llevan, después de muchas vacilaciones, a tomar la decisión de abdicar, a menos de un año de haberse coronado: «Gran parte de los desastres se debían a que el pueblo había dejado de creer. Creer en que las cosas pudieran ser distintas, creer en sí mismos, en sus héroes» (179).
 
 Iturbide, aun así, consideraba que no era suya la culpa, él se va convencido de que «toda su desgracia provenía de su intento por unir a un país desmembrado desde sus orígenes al que no había forma de encontrar amarre ni mano capaz de hacerlo caber en un puño» (201). Y así, cargando un padre anciano, una hermana loca, una mujer que «a esas altura ignoraba si haberse convertido en la Emperatriz de México era una suerte o una verdadera desgracia» (57), un rimero de hijos, más las vajillas de Talavera y cuanto pudo, emprende la huida rumbo a Veracruz: «Desmontar un Imperio puede tomar solo un minuto».
 

Pagando el precio de volver a ser un simple ciudadano, ya sin la cauda de sirvientes y aduladores, navega en la fragata Rowllins rumbo a Livorno. Llega un 2 de agosto, casi al año de haber entrado triunfante a la ciudad de México al mando del Ejército Trigarante. De allí parte a Londres, a donde llega el 1 de enero de 1824. Se instala en una pequeña casa, pero a principios de mayo decide regresar a México: «como se me asegura que solamente yo puedo calmar las pasiones exaltadas, parto, amigo, parto de nuevo al terruño a defender el futuro de la independencia que tanto trabajo me ha tomado proclamar» (235). Deja mujer e hijos y se embarca a bordo del Spring «en busca de un Imperio, el suyo». Para entonces ignora que hay órdenes de ejecutarlo si pone un pie en México. Llega a Soto la Marina. Allí se entrevista con el general Felipe de la Garza, quien había sido su admirador, pero ahora es general del ejército y tiene la orden terminante de ejecutarlo. Es el fin de un emperador de pacotilla, al que México no necesitaba como tal. Así se lo había dicho el propio fray Servando: «Reconozco en usted al libertador, pero el gobierno que conviene a estas tierras es el republicano» (128), palabras que quedan como aviso y advertencia para estos que aun ahora quieren un monarca absoluto o un mesías o el gran liderazgo de ilusos carcamanes políticos.
 
Nos preguntamos, refiriéndonos a México, lo que la costurera le dice a la viuda de Iturbide al final de la obra: «¿Qué necesidad tenías tú de todo esto?».
 
La trama es lineal y cíclica y se cierra de manera natural. El narrador, en tercera persona, va acompañando a los personajes, que son caracterizados más por sus propias palabras y acciones que por recursos descriptivos. Los capítulos son nombrados con refranes que sentencian el contenido de cada uno, y antecedidos por recortes de escritos de la época o relativos a ella que revelan en espíritu sarcástico de la autora.
 

Excelente obra, bien estructurada, armada en un ciclo de un año: el primer capítulo se inicia con la escena de la costurera oficial preparando el traje del emperador para su coronación y el último termina con ella misma confeccionándole su mortaja. Escrita en un lenguaje directo, claro, fino, con un permanente dejo de ironía que se cuela entre todos los renglones de la obra. Se lee siempre con una sonrisa en los labios, pero con el corazón estrujado al contemplar la insensatez y vacuidad de un imperio insulso.
 
Dice el refrán que si no aprendemos de la historia, estaremos condenados a repetirla. Y es cierto.
 
(Rosa Beltrán, La corte de los ilusos. Grandes Novelas de la Historia Mexicana. Ediciones Planeta DeAgostini-Conaculta. España, 2003. 260 pp.).
 

[email protected]
(Tiempo de lectura: 5 min)