29 de junio de 2017
alcalorpolitico.com
Un amigo lector y escritor me contó, hace un tiempo, su decepción al acudir a un encuentro de escritores, de esos que organizan los institutos «culturales» del gobierno. Hablar de decepciones y utopías hace que el escritor saque lo mejor de sí mismo, hace «sentir» al escritor que lucha, que pergeña páginas y borra y tacha y tira al bote de la basura. Y al rato va al basurero a buscar aquel escrito y lo vuelve a leer y lo vuelve a tirar y dice: No más. Y al otro día recoge su coraje, su decepción, porque una minúscula ascua ha quedado escondida, cuando todo parecía haberse convertido en ceniza. Y escribe y redacta y redacta. Y va coleccionando papeles, y va acumulando escritos, cuentos, imaginaciones, fantasías, denuncias, historias, diatribas, quejas: en fin, sueños de esos que, recordando a Shakespeare, forman el tejido de la vida. Y cuando el tomo está más o menos integrado, empieza o sigue la a(des)ventura.
Si es novato o incorregible optimista, se imagina que su libro será publicado por una editorial. Al primer intento empieza a descubrir que ese no es el camino: las editoriales son para los premios Nobel, Alfaguara, Príncipe de Asturias, Cervantes, Juan Rulfo; para los «consagrados», para los amigos del editor, para quienes pertenecen al círculo, a la «capilla» de los jurados de esos premios y concursos, para quienes pueden pagarse una campaña publicitaria en la televisión.
El escritor cambia de rumbo y se dice: para eso están los organismos cuya función es «difundir y promover la cultura», esas que se llaman Casas, Institutos, Fundaciones, etc., «de la cultura». Están, también, las editoras de los gobiernos, de las universidades, de los tecnológicos… Y plaff, plaff, todas esas burbujitas de jabón se revientan también.
No hay que desanimarse: queda el amigo, el excompañero de escuela, el vecino, el amigo del compadre que trabaja en alguna de esas oficinas de gobierno, quien puede recomendar para que aquella casa, instituto, fundación «de cultura», al menos le «eche un ojito» al volumen engargolado, cuyas pastas empiezan a ajarse por el traqueteo y a achicharronarse por el sol.
Tampoco. Imposible. Inútil: Hay cola, no hay presupuesto, tenemos rezago, no forma parte de la línea institucional, no está en el programa de este año, es para los miembros del claustro, tenemos que imprimir el informe del gobernador…
Camina de un lado a otro, busca al conocido que se atreva a arriesgar el prestigio de su imprenta y le cobre barato para una edición de cincuenta o cien ejemplares: blanco y negro, papel reciclado, pastas de cartulina, portada diseñada por el propio autor. Entonces va a buscar en la cajita de cedro, en el baulito de paloderrosa que está hasta atrás del último cajón del armario y lo abre en busca de los pesos –quizá ya medio apolillados por ser ahorro añejado– que le puedan servir para editar su creación.
Sale de la imprenta con su caja llena de «sus» libros y el alma de ilusiones. Llega a casa, los ve, los sopesa, los huele, les da vueltas, los ojea y hojea. No era lo que esperaba pero, al menos, ya está impreso. ¿Y ahora, qué hago con esto? ¡Presentarlo! ¿Dónde?, ¿en qué lugar?, ¿con quién?, ¿para quién? Otra vez, a recorrer organismos cuya función es «difundir y promover la cultura». No hay lugar, no hay tiempo, no hay dinero, te pagas tus galletitas y jarras de agua de jamaica, te buscas tus presentadores, nos traes un cartel para la entrada, y nos dejas unos ejemplares para el acervo institucional. No te preocupes por dedicarlos…
Tres amigos y dos compañeros de vecindario van a la presentación, con un solo expositor porque otro no llegó: lo dejó el camión, y el otro tuvo un velorio.
Y si le queda un rescoldo de entusiasmo, va a la librería con unos cuantos ejemplares y le dicen: déjelos por ahí, a consignación, pero traiga factura avalada por Hacienda y con código de barras…
La caja, con los cuarenta y ocho ejemplares (uno lo guardó el autor y el otro fue para un amigo analfabeta) va a dar al reciclado.
Al próximo año, la casa, el instituto, la fundación cultural invita al autor a un encuentro de escritores…
[email protected]
Si es novato o incorregible optimista, se imagina que su libro será publicado por una editorial. Al primer intento empieza a descubrir que ese no es el camino: las editoriales son para los premios Nobel, Alfaguara, Príncipe de Asturias, Cervantes, Juan Rulfo; para los «consagrados», para los amigos del editor, para quienes pertenecen al círculo, a la «capilla» de los jurados de esos premios y concursos, para quienes pueden pagarse una campaña publicitaria en la televisión.
El escritor cambia de rumbo y se dice: para eso están los organismos cuya función es «difundir y promover la cultura», esas que se llaman Casas, Institutos, Fundaciones, etc., «de la cultura». Están, también, las editoras de los gobiernos, de las universidades, de los tecnológicos… Y plaff, plaff, todas esas burbujitas de jabón se revientan también.
No hay que desanimarse: queda el amigo, el excompañero de escuela, el vecino, el amigo del compadre que trabaja en alguna de esas oficinas de gobierno, quien puede recomendar para que aquella casa, instituto, fundación «de cultura», al menos le «eche un ojito» al volumen engargolado, cuyas pastas empiezan a ajarse por el traqueteo y a achicharronarse por el sol.
Tampoco. Imposible. Inútil: Hay cola, no hay presupuesto, tenemos rezago, no forma parte de la línea institucional, no está en el programa de este año, es para los miembros del claustro, tenemos que imprimir el informe del gobernador…
Camina de un lado a otro, busca al conocido que se atreva a arriesgar el prestigio de su imprenta y le cobre barato para una edición de cincuenta o cien ejemplares: blanco y negro, papel reciclado, pastas de cartulina, portada diseñada por el propio autor. Entonces va a buscar en la cajita de cedro, en el baulito de paloderrosa que está hasta atrás del último cajón del armario y lo abre en busca de los pesos –quizá ya medio apolillados por ser ahorro añejado– que le puedan servir para editar su creación.
Sale de la imprenta con su caja llena de «sus» libros y el alma de ilusiones. Llega a casa, los ve, los sopesa, los huele, les da vueltas, los ojea y hojea. No era lo que esperaba pero, al menos, ya está impreso. ¿Y ahora, qué hago con esto? ¡Presentarlo! ¿Dónde?, ¿en qué lugar?, ¿con quién?, ¿para quién? Otra vez, a recorrer organismos cuya función es «difundir y promover la cultura». No hay lugar, no hay tiempo, no hay dinero, te pagas tus galletitas y jarras de agua de jamaica, te buscas tus presentadores, nos traes un cartel para la entrada, y nos dejas unos ejemplares para el acervo institucional. No te preocupes por dedicarlos…
Tres amigos y dos compañeros de vecindario van a la presentación, con un solo expositor porque otro no llegó: lo dejó el camión, y el otro tuvo un velorio.
Y si le queda un rescoldo de entusiasmo, va a la librería con unos cuantos ejemplares y le dicen: déjelos por ahí, a consignación, pero traiga factura avalada por Hacienda y con código de barras…
La caja, con los cuarenta y ocho ejemplares (uno lo guardó el autor y el otro fue para un amigo analfabeta) va a dar al reciclado.
Al próximo año, la casa, el instituto, la fundación cultural invita al autor a un encuentro de escritores…
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