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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Los científicos escépticos
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
3 de agosto de 2017
alcalorpolitico.com
Desde luego, el asunto de la posverdad aplicado a los políticos y su lenguaje carnavalesco daría para miles de palabras, pues parece que en esta mistificación de la realidad han encontrado un respiro (aunque sea de esmog) en su cada vez más vilipendiada profesión.
 
Pero, más allá de ese inmundo mundo de la política, el tema de la posverdad ha incursionado también en el ámbito de los científicos, especialmente de los investigadores, esos señores cuyo apelativo los hace parecer tan encumbrados y serios. Ellos (si no todos, por lo menos aquellos a quienes les inquieta su profesión), cada vez se sienten más confundidos y desconcertados al ver que el pedestal, alto y picudo, en el que se había colocado la ciencia, de pronto parece tener cimientos asentados en arenas movedizas.
 
La ciencia, especialmente después de la Revolución Industrial (1789), inició un periodo de expansión increíble. Se desarrolló de tal manera que el caudal de conocimientos creció exponencialmente: lo que antes tardaba una década, ahora se descubría en meses, semanas o días, y los científicos dejaron de ocultar o guardarse sus hallazgos. Y de pronto, gracias a un caudal de científicos entregados a ese paroxismo, la humanidad supo lo que había ignorado durante siglos, tanto del macro como del microcosmos.  
 

Ese boom científico llamó tanto la atención de los filósofos que algunos de ellos, especialmente de Inglaterra y de Austria, llegaron a formar una corriente de pensamiento casi exclusivamente dedicada a reflexionar sobre el tema. Y surgieron teorías y teorías en torno a cómo, cuándo, por qué y para qué existe el conocimiento científico y todas las características que lo alejan, se decía, progresivamente del conocimiento popular, vulgar.
 
Hasta ahí las cosas parecían ir en boga. Pero, como sucedió en la antigua Grecia, de pronto el boom hizo explosión y los científicos y su hada madrina (la ciencia en sí) se encontraron con una creciente y acelerada desconfianza que nacía de los abusos que los dueños del poder en el mundo (económico y político) hicieron de esos descubrimientos e, incluso, del sojuzgamiento de muchos de esos mismos investigadores, obligados a trabajar para ellos y producir lo que ellos querían o como ellos deseaban y les venía bien. Se llegó al extremo, que ahora presenciamos, de que grandes corporaciones económicas obligaran a los investigadores a descubrir lo que a ellas convenía, y a falsear, falsificar, deformar, engañar y embaucar con productos maravillosos para no envejecer, para lograr restablecer la cabellera, para cambiar el color de la piel, para curar con placebos las enfermedades más insólitas que, esas sí, la misma naturaleza iba descubriendo. O también para crear armas y artefactos cada vez más destructores para ponerlos en manos de esos mismos amos del mundo y de esta manera, antes que velar por el bien de la humanidad, hacer de aquellos científicos unos instrumentos adictos al culto a la guerra y a la muerte.
 
Entonces aparece este concepto de posverdad, y los investigadores, aquellos que sí toman en serio y éticamente su trabajo y profesión, se encuentran con que tal vez, tal vez, tal vez… lo que están haciendo, lo que han descubierto o lo que pretenden encontrar solo sea una fantasmagoría, algo imposible, algo inexistente, algo puramente fenoménico, sin ninguna base real. Sienten que este mundo, esta realidad, es incognoscible en sí misma y que todo es del color del cristal con que se mira, o se oye o se siente o se toca. Como si las mismas cosas reales se les esfumaran en las manos, dado que el hombre todo lo ve desde su propia perspectiva, desde su muy particular punto de vista, desde su subjetivismo irremediable, y les estuviera sucediendo lo que cuenta la fábula que le pasó a la montaña embarazada, que tembló, se sacudió, se estremeció y con sus enormes espasmos y alaridos aterrorizó a toda la comarca y finalmente parió un mísero ratón.
 

Si la realidad no existe o, por lo menos, es dudosa en sí misma, ¿qué están haciendo horas y horas, clavados en un laboratorio, con los ojos soldados al ocular del microscopio o del telescopio, o haciendo estallar neutrones o probando controlar a esos veleidosos genes o a esos malditos virus que parecen reírse de ellos?
 
Peligroso concepto, llamó el presidente de la Academia de la Lengua Española al que encierra la palabra posverdad. Peligroso porque la poca fe que nos queda parece desmoronarse, cada vez más, gracias a la perversidad de dos o tres energúmenos, obsesionados por el poder, que se sienten predestinados a controlar el mundo y nuestras precarias vidas.
 
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