icono menu responsive
Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Dios se fue de viaje
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
26 de octubre de 2017
alcalorpolitico.com
¿Qué pueden tener en común dos mujeres: una, francesa del siglo XVIII, científica apasionada de la física y las matemáticas, y otra, alemana de origen judío, quien vivió a principios del siglo XX, fotoperiodista y muerta en la Guerra Civil española?
 
Parecería que poco y nada. Sin embargo, estas dos mujeres, Émilie du Châtelet, la primera, y la segunda, Gerta Pohorylle (Gerda Taro, como nombre artístico), son ejemplares mujeres que, cada una en su campo, en su lugar y en su tiempo, coincidieron en ser «Luchadoras feroces, implacables. Mujeres apasionadas, amantes del conocimiento. Que no siguen reglas ni respetan imposiciones sociales. Mujeres inquietas en el campo del erotismo y del pensamiento», como las define Beatriz Rivas, la autora de esta interesante novela histórica, Dios se fue de viaje, en donde plasma con singular destreza el paralelismo que parecía imposible de construir.
 
En una ocasión, cuenta Beatriz Rivas, Gerda acude a la Biblioteca Nacional en París a consultar alguna información sobre el filósofo de la Ilustración Francesa, François-María Arouet, mejor conocido como Voltaire, y allí el encargado de los documentos del siglo XVIII le muestra una misteriosa carta escrita el 9 de septiembre de 1749 por Émilie du Châtelet, la amante del filósofo, con una extraña dedicatoria dirigida a Ma trés chère G.P. Gerda (Pohorylle) Taro siente que está refiriéndose exactamente a ella, aun a dos siglos de distancia. A partir de entonces, Gerda va descubriendo que Émilie no era una mujer anodina, sino una singular mujer, una intelectual (hablaba latín, griego, alemán, italiano e inglés) que aportó muchísimo al mundo de la ciencia, al conocimiento de la física de Newton y que compartió con Voltaire su idealismo, su confianza en la posibilidad de un mundo más libre, menos prejuiciado, menos injusto, menos sometido a los atavismos de raza, religión, sexo, posición social, etc. Gerda lee con intenso interés los escritos de Émilie, sobre todo los de índole filosófica y social, entre los cuales destaca su Discurso sobre la felicidad, en el cual sentencia: «Para ser felices debemos deshacernos de nuestros prejuicios, poseer virtudes, gozar de una buena salud, tener inclinaciones y pasiones, porque pobres de aquellos que pierden la capacidad de tener ilusiones».
 

Por supuesto, Gerda se siente plenamente identificada con esta mujer audaz, libre de alma y cuerpo (como define la autora Beatriz Rivas a las mujeres con las que se homologa), pues ella misma es de tal naturaleza. Y mientras lee la carta de Émilie, recuerda los días que pasó en la cárcel de su natal Alemania, cuando apenas tenía diecisiete años, arrestada por los esbirros de Hitler por repartir propaganda antinazi. ¿Qué más necesitaba para saber que, a pesar de la distancia espacial y temporal, las dos mujeres (¡Tanto tiempo, tanto espacio, y coincidir!) estaban hechas de la misma arcilla: la tenaz y arriesgada lucha contra los totalitarismos, contra la segregación, contra la discriminación y los prejuicios castrantes?
 
La lectura de los escritos de Émilie, sobre todo de aquella enigmática carta, la afianzan en su lucha reivindicadora. Gerda no solo vive con absoluta libertad su apasionado romance con el fotógrafo André Friedmann, su gitano, y crea con él un alias (Robert Capa) para vender sus fotorreportajes, sino que se arroja a las más arriesgadas aventuras en la Guerra Civil española. Ella quiere dar un testimonio directo, fiel, crudo, severo, definitivo de los nefastos efectos de los nacionalismos, totalitarismos y dictaduras que convierten al hombre en una fiera en contra del mismo hombre, de sus propios hermanos. Allí, en las trincheras, arriesgando cada nuevo disparo del obturador de su cámara, envía a todo el mundo, a todo el que quiera verlo, el desgarrador efecto de las guerras impulsadas por la ambición de dominio, de poder. «Hablo sangre. Grito dolor. Ululo impotencia. Vocifero muerte. Clamo: ¡Paren! ¡Deténganse! Bramo por justicia. Seguir viva es deshonesto. Seguir viva pesa. Cargando la miradas apagadas de tantos que se han ido. Gratuitamente. Mis manos están enfermas de duelo… La muerte llega a cortar el tiempo de tajo. A su paso deja hay un nuncajamás contundente que no admite negociación alguna. No hay manera de regresar los dolores sufridos. No hay lugar donde devolverlos para que ya no me hagan daño. Imposible pedirle ofertas a la vida en temporada alta; y la guerra es temporada alta» (191).
 
La impulsividad de su conciencia alerta ante el dolor y la intolerancia, el odio y la ambición, hacen que Gerda, a sus 27 años, dé un paso afuera de la trinchera que la abriga de las bombas… Y entonces evoca el inicio de la carta de madame Èmilie: «Los lazos de amistad entre dos mujeres que no se conforman con seguir un papel previamente asignado en este gran teatro que es el mundo me obligan a escribirle pues, además, sé bien que la vida me abandona…».
 

La autora de la novela, Beatriz Rivas, en el cementerio Père Lachaise, en Francia, ante la tumba de Gerda, lee en su celular la foto que tomó a la carta de Émilie, la lee en voz alta dos, tres, cuatro veces y no puede contener las lágrimas, y allí «piensa en el drama de la intolerancia; en todos aquellos que la sufrieron y en los que la sufren todavía. En quienes fueron y sigue siendo víctimas de la barbarie. Piensa. Y siente, Sigue pensando y sintiendo y llorando un poco» (216).
 
Y, ante la intolerancia, la segregación, la discriminación y los totalitarismos de nuestros días, se pregunta, como tal vez muchos otros, si Dios, efectivamente, se fue de viaje…
 
(Beatriz Rivas, Dios se fue de viaje. Editorial Alfaguara, 234 pp.).
 

[email protected]