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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Sergio Pitol: lector y escritor
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
21 de abril de 2018
alcalorpolitico.com
Por esas raras curiosidades de la vida, en este mes dedicado al libro, y especialmente en este cercano 23, que es propiamente la fecha en que se recuerda a quien lo sepa y lo dice a quien lo ignore que es el día del libro, es decir, de la lectura; en este mes, digo, muere el buen escritor y mejor traductor que hemos tenido en México y, particularmente, en el estado de Veracruz. Me refiero a Sergio Pitol, quien hizo acopio de una variedad de premios por toda su vida dedicada a las letras, culminando este rimero de reconocimientos con los que considero los más notables: el Premio Juan Rulfo, para mí, el más grande escritor mexicano, y el Premio Cervantes, también para mí, el más notable novelista en lengua castellana.
 
Precisamente, en el discurso que Sergio Pitol pronunció en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, España, al recibir el Premio Cervantes en el año 2006, hizo referencia a las dos principales actividades que tienen que ver con las letras: la lectura y la escritura. Al rememorar su infancia en aquel pueblo perdido, con «un nombre tan distante a la elegancia: Potrero», cuya existencia solo es conocida por el ingenio azucarero que ahí se ubica, Sergio confiesa que su incipiente amor a la lectura se debió, principalmente y por azares del destino, a su terco paludismo que, aunado a su precoz orfandad, lo obligó a encerrarse por años en aquel lugar, de tórrido clima, endémicos males y marcadas diferencias sociales. En ese lugar, como sucedió en tantos otros de nuestro país, las clases sociales estaban perfectamente amuralladas: adentro, los elegidos de la fortuna: el gerente del ingenio, los ingleses, los norteamericanos «y unos cuantos mexicanos». «Había –dice Sergio en su evocación– un restaurante chino, un club donde las damas jugaban a las cartas un día por semana, una biblioteca de libros ingleses y una cancha de tenis. Esa parte estaba rodeada por bardas altas y fuertes para impedir que a ese paraíso se introdujeran [los que quedaban afuera:] los obreros, artesanos, campesinos y comerciantes minúsculos del pueblo».
 
Y después hace un relato minucioso de los grandes maestros que lo guiaron por el nutridísimo y abigarrado mundo de la literatura, hasta culminar con una reflexión sobre el autor del Siglo de Oro español cuyo nombre enuncia el del premio que estaba recibiendo: Cervantes y su monumental novela El Quijote.
 

Suficiente para hablar de la lectura, pero no basta, porque lectura sin escritura queda manca, lo mismo que escritura sin lectura. Y Sergio así lo señala al recordar su relación con Alfonso Reyes, otro de los grandes escritores y traductores clásicos de nuestro país. Fue, según dice Sergio, uno de sus cuentos, «La cena», el que le dio el impulso que necesitaba para lanzarlo al fascinante mundo de la escritura: «Esa “cena” —confiesa—debe haberme herido en el flanco preciso. Años después comencé a escribir. Y sólo hace poco advertí que una de las raíces de mi narrativa se hunde en aquel cuento. Buena parte de lo que más tarde he hecho no es sino un mero juego de variaciones sobre aquel relato». Y, aunque haya sido su modestia la que lo obligara a decir lo anterior, el escribir fue la actividad lúdica a la que dedicó muchas horas de su vida.
 
Tal vez algunos de sus libros, especialmente la trilogía Tríptico de Carnaval (El desfile del amor”, “Domar a la divina garza” y “La vida conyugal) no hayan sido para mí todo lo fascinante que esperaba. Ciertamente es fascinante su persistente y sincera confesión de atreverse a ofrecer abiertamente sus inquietudes, frustraciones y sueños, y esto lo resume el segundo término del binomio lectura-escritura. En efecto, Sergio Pitol recuerda lo que al respecto aprendió de otro de sus grandes maestros: «Escribir –decía Garzón del Camino– no significaba copiar mecánicamente a los maestros, ni utilizar términos obsoletos como lo habían hecho algunos neocolonialistas mexicanos. El objetivo fundamental de la escritura era descubrir o intuir el “genio de la lengua”, la posibilidad de modularla a discreción, de convertir en nueva una palabra mil veces repetida con sólo acomodarla en la posición adecuada en una frase». Y con ello, hacer que el lector vuele, como el principito de Saint-Exupéry, de estrella en estrella, de mundo en mundo, y llevarlo consigo en la búsqueda de un lugar en donde lo interior, ese inmenso y riquísimo mundo que aún puede mantenerse limpio y sano, pueda sentar sus reales y hacer digna de vivirse esta existencia que nos ha sido dada.
 
Cuando leo a estos grandes escritores y lectores me hago una pregunta: ¿por qué hay cientos, miles, millones de personas que no saben ni aprecian la escritura y, si acaso, leen medio libro durante 365 días, y así año tras año, toda una vida?
 

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