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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
El grito silencioso
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
16 de agosto de 2018
alcalorpolitico.com
En la novela El grito silencioso (1967), el Premio Nobel de Literatura 1994, Kenzaburo Oé, de origen japonés, narra un periodo de la vida de dos hermanos: Mitsusaburo y Takashi Nedokoro (Mitsu y Taka) durante el retorno de ambos a su terruño natal, una pequeña aldea situada en un valle, a orillas del bosque. Su objetivo es el mismo: reencontrar la historia familiar que ambos, por razones distintas, han abandonado. Especialmente, buscar la verdad sobre dos antepasados, un bisabuelo y su hermano, quienes encabezaron una revuelta de campesinos durante la era de Man’en (1860-1861).
 
Taka, el hermano menor, ha viajado a Estados Unidos, encabezando un pequeño grupo de teatro estudiantil que escenifica en este país una obra (Nuestra vergüenza) dedicada a exculparse con los norteamericanos por haber participado en una revuelta estudiantil en 1960, razón por la cual el presidente de ese país no había podido visitar Japón. Al regresar a su tierra, Taka integra un grupo de jóvenes a quienes, bajo el pretexto de entrenarlos como futbolistas y emulando la antigua hazaña de su abuelo y del hermano de este, los adiestrará y liderará para soliviantar a los habitantes de la aldea en contra del «Emperador de los Supermercados», empresario coreano que ha establecido un moderno establecimiento en el que explota a los empleados y con el que se enriquece al monopolizar la compra y venta de los productos. Sin embargo, tras la revuelta, los jóvenes se convierten en una plaga, viven de la comida y bebida que saquearon del comercio y se dedican a seducir y violar a las mujeres de los aldeanos y a matar a todo aquel que se les enfrenta. De esta manera, dice Oé, «los campesinos se encontraron con que no habían hecho sino cambiar de amos, y los nuevos eran tan tiránicos como los antiguos»(203). Y Taka, su líder, luego de negociar con el mismo empresario la venta de las propiedades de la familia, terminará por suicidarse.
 
Entretanto, la suerte de Mitsu no es menos trágica. Cegado de un ojo por una pedrada que le propinaron unos chamacos, casado con una mujer alcohólica y padre de un hijo minusválido (situación que vivió el propio Oé con su hijo Hikari, ‘Luz’), al enterarse del suicidio de un gran amigo y colega suyo, en su regreso a su aldea natal buscará encontrar una «esperanza», un hálito, en la vida aparentemente apacible del valle. Sin embargo, ante ese repentino suicidio de su camarada, confiesa, «Me entran ganas de llorar y vuelvo a sentir el cansancio que me invadió mientras estuve junto al lecho de muerte de mi amigo, un cansancio que tiñe de negro cada rincón de mi cuerpo… Yo también llevo en mí las semillas de esta locura incurable…»(17).
 

A este drama de ambos hermanos, se une un tercer evento trágico: el hermano mayor ha muerto apaleado por un grupo de resentidos prisioneros de guerra coreanos.
 
Pero Oé no se detiene en estos objetivos: al tiempo va hilando distintos acontecimientos de la historia japonesa [la Revolución Meijí (1870) que abrió las puertas del hermético Japón al mundo occidental, las guerras sino-japonesas (1897 y 1934) y su participación desastrosa en la Segunda Guerra Mundial], y los relaciona diestramente con diversos episodios de la historia humana. De esta manera, el novelista traza un paralelismo bastante arriesgado, pero muy interesante. Y la narración la va desarrollando en espirales, de tal manera que traba una correlación entre todas ellas.
 
Todo este entramado revela la lucha del hombre por encontrar una razón de vivir en un mundo en permanente conflicto, a nivel familiar, nacional y universal. El hombre vive atrapado en un mundo cambiante, en donde no existe nada que le dé sentido a su vida y le ayude a salir de un conflicto existencial permanente y destructor. Incapaz de sobreponerse a este destino desolador, el hombre vuelve la vista a la aparente tranquilidad de la vida rural, pero en ella no encontrará la paz deseada. Su «grito silencioso» se perderá en la soledad y en la nausea existencial. «Al despertarme, dice Mitsu, siempre busco ansioso el sentimiento de la ardiente “esperanza” perdida. No es un sentimiento de carencia, sino un anhelo positivo de “esperanza” ardiente en sí. Al comprender que no me es posible encontrarla, trato de desligarme hacia la pendiente del segundo sueño. ¡Duerme, duerme, el mundo no existe!»(7).
(Kenzaburo Oé, El grito silencioso, Anagrama, 356 pp)

 
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