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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Ni placas ni monumentos
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
4 de octubre de 2018
alcalorpolitico.com
Muy discutida ha sido la acción del gobierno de la ciudad de México de retirar las placas conmemorativas de la inauguración del metro en unas cinco estaciones, por estar plasmado en ellas el nombre de Gustavo Díaz Ordaz. Esto, tal parece, con motivo de los actos conmemorativos del fatídico 2 de octubre.
 
Unos han aplaudido este acto, tomándolo como un desagravio a los cientos de estudiantes y maestros que fueron muertos, desaparecidos o, al menos, reprimidos y encarcelados por las manifestaciones en contra del gobierno de aquel hombre que, en posterior discurso, asumiera la responsabilidad total por aquellos sucesos. Para él fueron más importantes unos juegos deportivos que la expresión de una voluntad popular y que la vida y la libertad de muchos jóvenes estudiantes y maestros.
 
Dejar plasmados en un monumento, en una estela, en una estatua o en una simple lámina pegada en la esquina de una calle la efigie o el nombre de un individuo ha obedecido a varias razones: recordar su contribución al bienestar de una comunidad (como en el caso de escritores, médicos, investigadores, sabios, etc.), festejarle su liderazgo en alguna hazaña guerrera (vista desde el ángulo, obviamente, de los vencedores), o, más comúnmente, como acto de pleitesía de quienes gozaron de las prebendas que el susodicho les haya concedido o de las facilidades que les dio para medrar a costa del servicio público.
 

En este caso, las placas con el nombre de uno de los más vilipendiados presidentes que ha tenido el país (¡y vaya que no es poco decir!), no obedecen a alguna de las dos primeras razones, sino muy claramente a la última mencionada. Que una de las placas haya sido colocada diez días antes de la salida de ese presidente, es clara muestra de ese acto de vasallaje. En especial, la ubicada en la estación 3 del metro dice textualmente: «Construida por acuerdo del C….». Como si la construcción de una obra pública fuera una graciosa concesión del gobernante y no una obligación propia de su cargo por la que no debe ni pedir ni mandar ni aceptar que se le rindan honores.
 
Este comentario, hecho por un lector de la noticia de referencia, habla bien claro de lo que ha sucedido y sucede, no solo en México sino también en otros países: «Las placas en las obras públicas son un monumento al ego de quien gobierna. Por ello celebro que se retiren las que hacen referencia a Díaz Ordaz. En su lugar se puede colocar la fecha de inauguración, como un ejercicio de memoria». Y nada más.
 
La conmemoración de aquel 2 de octubre de 1968 (como evocación y no como celebración, claro está) ha sido inusualmente difundida. Destacada, entre otras, ha sido la serie televisiva de la UNAM, que se ha valido de documentos fílmicos, muchos de ellos rescatados y difundidos por primera vez, aunados a una recreación bastante bien lograda. Un homenaje, este sí, bien merecido, a quienes en aquellos tiempos de abierta represión arriesgaron su vida.
 

Un día, en los idus de septiembre de 1968, unos amigos y yo salíamos del cine El Palacio Chino, en el centro de la ciudad de México. Habíamos visto la película Los complejos, con los actores italianos Nino Manfredi, Ugo Tognazzi y Alberto Sordi. Frente a nosotros, una multitud (unas 250 000 personas, según los reportes), encabezada por el rector universitario Javier Barros Sierra, desfilaba silenciosa, solemne y ordenadamente. Miles de personas aplaudían a estudiantes, maestros, trabajadores, haciendo una valla a la marcha. Las luces de los comercios se apagaban y las cortinas se cerraban, por respeto y no por temor. No había mercenarios ni provocadores oficiales ni particulares. Era una multitud que, en un atronador silencio, por vía pacífica pero firme exigía dejar en claro que es más importante la lucha por la democracia y la libertad que la competición por una rodaja de oro, plata o bronce. «Pueblo mexicano –decía el boletín del Consejo Nacional de Huelga–: puedes ver que no somos unos vándalos ni unos rebeldes sin causa, como se nos ha tachado con extraordinaria frecuencia. Puedes darte cuenta de nuestro silencio, un silencio impresionante, un silencio conmovedor, un silencio que expresa nuestro sentimiento y a la vez nuestra indignación».
 
Aquel hombre que pensaba exactamente lo contrario ya no puede ni ver ni escuchar la sentencia del pueblo que tuvo la desdicha de ser gobernado por él. Pero sí hay aún quienes pueden verla y escucharla, unos porque sobreviven a su propia desvergüenza (LEA et alt.) y otros para que quizá puedan tener la suficiente lucidez para aprender de la historia que contra la vida, la libertad y la dignidad del hombre nadie tiene razón, aunque esta tarde en llegar. Quizá los que suban al poder, por su propio pie o asidos a la sombra del líder, puedan entender que la patria no es botín que se logra mediante el pillaje y la ambición.
 
Y aún hay muchas más placas que quitar y estatuas por derrumbar.
 

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