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Columnas y artículos de opinión
Diario de un reportero
Ellos y nosotros
Miguel Molina
25 de octubre de 2018
alcalorpolitico.com
La imagen muestra dos fotografías. En una hay varias mujeres y niños sentados en un claro del monte. En otra se ve una columna de personas caminando por un sendero. Nadie es feliz.
 
Tampoco es feliz quien publicó esa imagen en las redes sociales. Se queja de que hay preocupación por ayudar a los hondureños y otros centroamericanos que entraron a México y piensan llegar a Estados Unidos. "Y nadie dice nada de los indígenas chiapanecos (o de la etnia que sean) que viven en la miseria. A ellos no los ayuda nadie", declara el casi siempre anónimo quejoso.
 
Cuando uno ve la foto y lee el texto que la acompaña se da cuenta de que Umberto Eco tenía razón: la internet permite y alienta la difusión de cosas y opiniones que antes se limitaban a conversaciones de cantina y no tenían mayores consecuencias.
 

No es el caso. Cualquiera puede publicar cualquier cosa. Mentiras, infundios, insultos, opiniones desinformadas, ocurrencias, videos de gatos y de borrachos, todo cabe en el ancho mundo de la internet. El futuro pertenece a los cretinos.
 
No era lo que pensó Tim Berners-Lee el día de marzo de 1989 en que se le ocurrió hacer un programa que permitiera compartir información entre usuarios de computadoras del Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN). Su idea, que un jefe calificó de "vaga pero interesante", terminó por convertirse en parte de la vida de medio mundo, propiamente dicho.
 
Así que por ahora ni pensar en responder a quienes publican cosas como la fotografía que mencionamos al principio. No es gente con la que se pueda sostener una conversación ni mucho menos. Lo primero que hacen es decir que ellos no son los autores y que se limitan a compartir lo que vieron, y que alguien más se ocupe de averiguar si es verdad o es mentira.
 

Lo segundo que hacen – aunque no lo digan – es declarar que es imposible atender una cosa sin descuidar la otra: no se puede (o no se debe) ayudar a unos mientras no se ayude a otros. El siguiente paso, consciente o no, es dividir al mundo en nosotros y ellos, y establecer que el infierno son los otros, siempre los otros.
 
Lo peor, lo triste, lo indignante, es que todos tenemos un amigo que ha hecho eso. Todos conocemos a alguien que reacciona con mucha molestia cuando le señalan que la cosa no es como ellos la ven o la piensan. Las redes sociales han terminado por ser el lugar en que la gente busca confirmar sus opiniones.
 
Pese a que hay quienes intentan sostener conversaciones o debates sobre asuntos que valen la pena, parece inevitable admitir que una de las invenciones más importantes en la historia del mundo terminó siendo un tiradero de videos de gatos, de recetas de cocina en las que siempre hay queso, de fotos de comida y vacaciones, de frases más y menos célebres y frecuentemente apócrifas.
 

Y así vuelve uno a la foto de los indígenas paupérrimos de México y la caravana de quienes huyen en busca de una vida. Ellos y nosotros. Y vuelve uno a pensar que quien escribió eso y quienes lo publicaron en sus redes sociales, y sabe que muchos son activistas de escritorio, sin qué hacer, y sabe también que hay quienes creen que todo lo que encuentran es de buena fe y siempre cierto.
 
Pero en el caso específico de la caravana que busca llegar a Estados Unidos, siempre queda la certeza de que ellos son nosotros, y de que nosotros somos ellos. Tarde o temprano, o siempre.
 
Lo dicho
 

Estaba por terminar estas líneas (que casi siempre escribo los miércoles) cuando encontré la historia de Enrique Cuervo Hernández, también conocido como El Mono.
 
El domingo, Álamo Temapache sufría los efectos de la tormenta y el agua se había salido de madre en los canales y corría sin obstáculo por donde hallara cauce. Gran parte de Veracruz corría el riego de inundarse o ya se había inundado.
 
Los amigos de Enrique – de algún modo hay que llamarles – habían estado bebiendo con él y decidieron celebrar con algo más que trago. Lo retaron a que se aventara a las aguas turbulentas.
 

Enrique se quitó la camisa, se quitó los zapatos, y se echó un clavado al agua lodosa mientras sus amigos festejaban el chiste a carcajadas y filmaban con sus celulares. Ya no lo volvieron a ver. Su cuerpo apareció el martes.