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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
¡Vienen los bárbaros!
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
8 de noviembre de 2018
alcalorpolitico.com
De pronto el Imperio se vio amenazado. Las noticias han llegado a la capital, en donde la infalible e inefable oligarquía gobernante ha decidido enfrentar el peligro. Allá, en las fronteras, hordas de bárbaros han emprendido una caravana fuertemente armada con palos y piedras, para embestir al Imperio. Algunos dicen que no era tan simple el arsenal de los inminentes invasores, sino armas químicas y biológicas, hábilmente disfrazadas, embutidas en carrizos o inyectadas en las piedras previamente horadadas. O, en su caso, escondidas en sobres o en cantimploras o en envases de refrescos y cervezas, para ser oportunamente depositadas en las bebidas que alimentan y calman la sed de los indefensos moradores del Imperio.
 
Los mandos centrales, el jefe supremo de las fuerzas armadas y los generales diplomados del estado mayor, mandamases de las fuerzas que dominan cielo, mar y tierra, han decidido que era hora de alertar a los millones de habitantes del Imperio de la real y demoledora amenaza que representa esa invasión, pues no solamente cortarán vidas, sino atentarán contra la sagrada forma de gobierno y de organización de la sociedad según las han acordado ellos mismos. Son, en definitiva, los bárbaros, los invasores, los siete mil emigrantes, los siete mil millones de pobres, quienes han emprendido la feroz amenaza contra el ordenado, pacífico y próspero Imperio.
 
En un lejano puesto fronterizo, protegido como el resto del Imperio por una monstruosa muralla y serpentinas de alambradas con estrellas de afiladísimas puntas, capaces de rasgar como navajas de afeitar las débiles pieles humanas, un pacífico Magistrado recibe a un poderoso coronel. Con sorpresa, el funcionario, quien ya solo espera su inminente jubilación, ve llegar a la comitiva proveniente del centro del poder, encabezada por aquel temible militar, y con mayor sorpresa lo escucha explicarle su misión. Él viene a investigar, a descubrir a los invasores, a sus líderes, a quienes los surten de armas.
 

Su primera indagatoria desconcierta más al Magistrado. Se trata de un pobre muchacho y su abuelo. Aunque el anciano explica que él solo anda en busca de un médico que cure a su nieto de una herida que no cicatriza, el coronel no acepta tal coartada. Él viene buscando la verdad, y sabe cómo encontrarla: yo «investigo para dar con la verdad… tengo que presionar para encontrarla. Al principio solo obtengo mentiras, así es, primero solo mentiras, entonces hay que presionar; después más mentiras, entonces hay que presionar más; luego el desmoronamiento, tras este seguimos presionando, y por fin la verdad. Así es como se obtiene la verdad» (15).
 
El interrogatorio termina con la vida del miserable anciano y con la «verdad» que el coronel ya traía consigo y consiguió escuchar: sí, efectivamente, el anciano y su nieto herido forman parte de la horda de nómadas que intenta derrocar al Imperio. Por eso, el general emprenderá inmediatamente una incursión en el mismo terreno de los malvados invasores y tras cuatro días de feroz persecución trae una retahíla de los temibles enemigos.
 
Aunque el Magistrado insiste en que son solo pobres nómadas pobres, que no hacen sino sobrevivir miserablemente y que no representan, como los demás habitantes de aquel desolado desierto extra muros, ningún peligro para nadie, absolutamente para nadie, el coronel los encarcela, los interroga, los tortura y obtiene la confirmación de su creencia: son temibles enemigos, espantosa amenaza para la seguridad de su Imperio, a los que hay que detener, impedir con tantos soldados como hagan falta, es decir, a razón de un soldado por cada bárbaro, por cada emigrante… No pueden ser más los que amenazan traspasar las fronteras del Imperio que los soldados que este tiene disponibles para impedírselo.
 

El Magistrado, sin embargo, entenderá que todo este aparatoso movimiento no es sino una premeditada farsa ideada por el supremo gobierno del Imperio para sembrar el miedo, distribuir adecuadamente una dosis de pánico entre los habitantes del reino y así coartar las libertades, suspender los derechos civiles, los derechos humanos todos, y justificar una represión interna instrumentada en apasionado concubinato con los demás socios y copartícipes del poder: los partidos políticos, los dueños del dinero, los propietarios de la palabra, los amos de las conciencias. El botín será la consolidación de todos ellos como amos supremos, dueños absolutos del Imperio, democráticamente elegidos por un pueblo que ha confirmado en ellos su fe.
 
El Magistrado, derrotado, encarcelado, humillado, torturado, acusado de contubernio y solapador de los temibles bárbaros, sufrirá las consecuencias de su buena fe. Se pregunta tristemente « ¿Por qué no podemos vivir en el tiempo como el pez en el agua, como el pájaro en el aire, como los niños? ¡Los imperios tienen la culpa! Los imperios han creado el tiempo de la historia. Los imperios no han ubicado su existencia en el tiempo circular, recurrente y uniforme de las estaciones, sino en el tiempo desigual de la grandeza y la decadencia, del principio y el fin, de la catástrofe. Los imperios se condenan a vivir en la historia y a conspirar contra la historia. La inteligencia oculta de los imperios solo tiene una idea fija: cómo no acabar, cómo no sucumbir, cómo prolongar su era. De día persiguen a sus enemigos. Son taimados e implacables, envían a sus sabuesos por doquier. De noche se alimentan de imágenes de desastre, saqueo de ciudades, aniquilamiento de poblaciones, pirámides de huesos, hectáreas de desolación» (193s). (J. M. Coetze, Esperando a los bárbaros, Ediciones Debols!llo).
 
Pero el Imperio, gracias a dios, ha sobrevivido.
 

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