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Columnas y artículos de opinión
Diario de un reportero
Ese país es el nuestro
Miguel Molina
24 de enero de 2019
alcalorpolitico.com
Todavía no se apagaban las llamas del flamazo en Tlahuelilpan, todavía no se sabía cuántos muertos ni cuántos heridos ni cómo pasó todo, cuando la opinión pública hizo explosión y llenó las redes sociales – el Ágora de nuestro atribulado tiempo – con opiniones desinformadas, ofensas irreflexivas, acusaciones sin fundamento, burlas, mentiras.
 
México volvió a ser un país de buenos y malos. Tlahuelilpan, un lugar más o menos cercano a la refinería de Tula pero de muchas maneras lejos del resto del país, se convirtió en nuestra conciencia. No servirá de mucho, por desgracia. La matanza de Tlatelolco, la represión del 10 de julio, el temblor del 85, el incendio de la guardería ABC, los desaparecidos de Ayotzinapa, también iban a ser la voz de nuestra conciencia nacional. Nunca se hizo justicia, aunque no todos hayan olvidado.
 
Muchos tratan de interpretar lo que pasó, y responsabilizan a los cientos de personas que fueron a robar gasolina, a los soldados y policías federales que no enfrentaron a la multitud, al gobierno que decidió cerrar los ductos para acabar con el huachicoleo, a los gobiernos que no hicieron nada para impedir los robos, a las organizaciones criminales que controlan el negocio.
 

Todos tienen razón y nadie la tiene, y eso debería ser motivo de preocupación nacional. No sé qué pensaríamos de un país donde hay comunidades que roban (o desvalijan) lo que se encuentran a su paso, como la gasolina, o como cualquier otra cosa que lleve un trailer que se haya volcado en la carretera.
 
No sé qué pensaríamos de las autoridades de una nación cuya cautela raya en la incompetencia, cuyo gobierno no parece tener idea de lo que hace, y cuyo pueblo es víctima de presidencias corruptas desde hace tiempo y a la vez rehén de narcos y malandros. Según las voces – algunas llenas de odio – que se escuchan en la cacofonía de las redes sociales, ese país es el nuestro.
 
El caso es que estamos divididos. Hay dos grupos grandes: quienes apoyan a Andrés Manuel López Obrador y justificarán todo lo que haga o diga el presidente, y quienes no lo quieren y se opondrán a todo lo que hagan o propongan o digan el gobierno y el Movimiento Regeneración Nacional. Tal vez lo único que tienen en común es que sus pasiones les nublan el entendimiento y en algunos casos les han afectado la memoria.
 

La semana pasada decíamos en estos apuntes de reportero que si "la idea de la transformación de la República pasa por el cambio de los mexicanos, es claro que la reforma de la sociedad tiene que ser producto de una reflexión profunda de cada uno de nosotros".
 
Todos queremos que las cosas cambien pero también parece que nadie está muy dispuesto a cambiar, como si no hubiera pasado nada.
 
Sabemos cuánto, falta saber quiénes
 

Es que no ha pasado nada. Tanto se ha dicho sobre los daños que gobiernos de otro tiempo causaron a México y a Veracruz, tanto se ha dicho – cierto y falso – sobre los presuntos responsables, tanto se ha exigido la simple aplicación de la ley, tanto se ha esperado para saber de qué tamaño fue el problema...
 
Pero nadie está sujeto a proceso pronto y público, nadie está con sentencia firme en la cárcel, con la excepción de Javier Duarte de Ochoa, que se declaró culpable de asociación delictuosa y de lavado de dinero. Otros ex gobernadores andan por ahí, tal vez con un amparo al alcance de la mano, y disfrutan lo que les quedó de su paso por el poder, bien habido o mal habido.
 
El discurso presidencial ha sugerido que quizá sería cosa de preguntar a la opinión pública qué se hace con los ex funcionarios que hayan cometido delitos durante su encargo. Pero la ley no es asunto de opinión pública, ni tiene por qué anunciarse a cada paso: las fiscalías investigan, reúnen pruebas, detienen, consignan, y los jueces juzgan. Punto. Nada de conferencias de prensa o filtraciones sobre un caso o sobre otro. Primero la justicia.
 

Feliz aniversario
 
El domingo se cumplieron cuatrocientos cincuenta y cinco años de que los pobladores de San Juan Misantla recogieron lo que tenían, bajaron de la sierra y se instalaron en los terrenos entre los ríos Palchán y Misantla porque – según la leyenda – los franciscanos ya no querían ir de cerro en cerro para evangelizar.
 
Y ahí siguen, en Misantla, un lugar al que solamente llega el que va, porque no queda en el camino a ninguna parte. A veces, en la distancia, uno recuerda los atardeceres con barullo de pájaros del parque, o las mañanas de sol o lluvia marcadas por el tañido de la campana quejumbrosa de la iglesia y los fragmentos de pláticas de quienes pasaban frente a la ventana.
 

En otra circunstancia habríamos levantado una copa de vino para brindar por tan señalada fecha, pero es un enero seco. Me tomé un vaso de agua y me fui a la cama con un libro que a fin de cuentas se me cayó de las manos. Lo último que pensé fue que llega una edad en que el santo ya no está para tafetanes, y cuatro siglos y medio son muchos años. Ya lo festejaremos.