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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Entre abogados te veas
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
18 de julio de 2019
alcalorpolitico.com
Este pasado 12 de julio se conmemoró el día del abogado. Según el portal Notimérica, «El Día del Abogado reconoce la labor de los expertos en leyes, su contribución al Estado de Derecho así como al sistema de Justicia, pero además, busca hacerles un llamado para que sigan actuando, precisamente, bajo un marco legal, lleno de justicia y de buena fe» (https://www.notimerica.com).
 
Esta conmemoración, en México, se inició en 1960, por decreto de Adolfo López Mateos, pero, según el portal citado, se escogió ese día porque en esa fecha se estableció en México, allá por el año 1553 y por decreto del rey Carlos I de España, la Universidad Pontificia de México, cuyas primeras cátedras fueron las de Derecho («Prima de leyes») y Cánones.
 
Según la historia, en el virreinato los abogados se vestían con toga, calzón corto, traje negro y zapatos con hebilla de oro o plata, según su posición económica. Creo que actualmente ya no es ese su uniforme de rigor y ahora usan, regularmente, las vestiduras de la moderación y de la frugalidad republicana…
 

La profesión de abogado, es decir, de quien es conocedor y hasta cierto grado, experto en las leyes y su aplicación, es una de las artes o profesiones liberales que, allá por la Edad Media, comprendían la gramática, la dialéctica y la retórica («la gramática ayuda a hablar, la dialéctica ayuda a buscar la verdad, la retórica colorea las palabras»), que conformaban el llamado Trívium del currículo escolar. Sin embargo, esta profesión puede considerarse que arranca desde los viejos tiempos de los griegos y los romanos. Así se entiende como consecuencia de la definición de las tres «artes» o profesiones anotadas, pues eran los antiguos oradores (representados por Demóstenes, en el caso de los griegos, y de Cicerón, en el caso de los romanos), quienes sabían hablar con palabras «coloridas» y, fundamentalmente, actuaban «buscando la verdad».
 
De Demóstenes sabemos que su lucha pertinaz fue contra la invasión de los macedónicos a Grecia. Los macedónicos, primero comandados por el prepotente, astuto guerrero, simpático e intrépido Filipo y después por su hijo, Alejandro Magno, siempre tuvieron en la mira a los vecinos del sur. Filipo hizo varias incursiones sobre esos pueblos griegos, a quienes siempre consideró como superiores por su cultura y organización política. Esto no frenó sus afanes expansionistas y, aprovechando las perennes discordias entre los estados griegos, llegó a dominar a varios de ellos. Sin embargo, en Atenas se encontró al adversario más rudo y decidido. Y esto no fue porque la famosa ciudad griega tuviera un ejército superior al de los macedónicos, sino porque entre ellos había un hombre que tuvo la osadía y el valor de encabezar la resistencia. Y este fue Demóstenes, el más renombrado orador griego.
 
Demóstenes era tartamudo. Para remediar o atenuar su mal, se dice que corría por las playas con la boca llena de piedrecillas y gritando con ganas de superar el ruido de las olas marinas. Algo debió lograr, pues llegó a alcanzar tal fuerza política y fama perecedera. Solía preparar muy concienzudamente sus discursos y para ello se encerraba en una gruta y solamente se rasuraba media barba, para evitar salir a la calle. Luego ensayaba sus peroratas frente al espejo y en sus disertaciones recurría, además de a las palabras, a gesticulaciones, gritos y contorsiones, que encantaban al populacho. A tal grado llegaron sus escenas, que Plutarco llegó a decir de su método que era «bajo, humillante e indigno de un hombre».
 

Según el historiador Indro Montanelli, Demóstenes se inició escribiendo «comparecencias» a nombre de otros y muchas veces las escribía para ambos litigantes (lo que no es raro en nuestros días), hasta que defendió a un banquero y con tanto éxito que no volvió a sufrir penurias y, entonces, se dedicó a asuntos más «altos», como fue el caso de enfrentar a su enemigo Esquines con su famoso discurso Pro Corona y luego, solo con su voz y sus dotes histriónicas, al temido invasor macedónico. Se dice que, en una ocasión, alguien del público espetó a Demóstenes por qué no se alistaba él mismo en el ejército y este le respondió: «Si yo voy a la guerra, ¿quién se encargará de animar a los soldados en contra del enemigo…?». Algo logró con sus peroratas y sus actuaciones melodramáticas, al menos que Atenas tomara los dineros destinados a sus fiestas para armar a su ejército y se aliara con Tebas contra el enemigo, aunque este terminó por someter a ambas ciudades. Sin embargo, Filipo no superó su complejo ante la culta Atenas, liberó a los prisioneros, les mandó a su hijo Alejandro como emisario de paz y solo exigió a los sojuzgados que formaran un frente común contra los persas. Pero eso ya es otra historia…
 
Cicerón fue, profesional y personalmente, muy diferente a Demóstenes y quizá sea mejor ejemplo de rectitud, pero no hay duda de que ambos personifican con mucha claridad las actitudes de representantes de los dos bandos, desgraciadamente el primero muy escaso, de los buenos y los perversos abogados, los que verdaderamente van por el camino de la legalidad y la rectitud y los que van por la senda de la ambición y la deshonestidad.
 
En Xalapa, tuve la fortuna de frecuentar la casa de un conocido maestro de Historia del Colegio Preparatorio. Era abogado. Le pregunté en una ocasión por qué no había ejercido su oficio, si su padre le había heredado un bufete de prestigio. Me contestó que, al inicio, tuvo dos experiencias que lo marcaron: primero defendió a un ratero y logró que lo declararan inocente; luego defendió a un acusado de un delito que no había cometido y lo declararon culpable. «Mejor decidí dedicarme a la docencia». E hizo bien.
 

Para los buenos abogados, vaya el reconocimiento y el aplauso…
 
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