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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
'La historia del señor Sommer'
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
1 de agosto de 2019
alcalorpolitico.com
No sé cuántas veces pero sí que desde 1994 leo una y otra vez esta maravillosa novela corta de Patrick Süskind, escritor alemán, autor también de El perfume, El contrabajo y La paloma.
 
La historia del señor Sommer, por efecto de la mercadotecnia, ha sido casi desconocida. Especialmente desde el momento en que al autor se le ocurrió permitir que El perfume se hiciera película, pésimamente concebida y realizada, porque de ser una obra de un profundo sentido filosófico-existencial, fue convertida en una historia policiaca, con un actor tomado de las estrellas taquilleras de Hollywood. El mismo autor dijo que no concede entrevistas «desde que su novela se ha prostituido por el mundo»…«Y me resultan insultantes algunas interpretaciones al libro». Y, ante la pregunta de si ya vio la película, contestó: «No la he visto, ni la veré. Una tarde me llamó el director pidiéndome ayuda para una escena, actué por un momento el papel del villano y lo mandé al diablo, y después me reí tanto que terminé en el sanitario tomándome un whisky a la salud de lo imposible; sólo con esa anécdota ya puede entender lo que pienso de la película, y me dolió vender los derechos a Bernd Eichinger y que terminara haciendo una película que está en contra de lo que el personaje transmite…». (https://latinoamericanosunidos.blogspot.com/2008/09/entrevista-patrick-suskind.html).
 
En La historia del señor Sommer el narrador es un niño que cuenta los tres o cuatro encuentros que tiene con un hombre extraordinariamente especial, de quien solo se sabe en el pueblo que se llama «Señor Sommer».
 

El primer encuentro se da cuando el niño va con su padre en coche, se desata una tremenda granizada y el padre se acerca al señor Sommer y le insta a que suba al vehículo. El señor Sommer se niega y ante la insistencia del padre le espeta su sentencia definitiva: «¡Bueno, pues déjenme en paz de una vez!». Porque el señor Sommer es, como muchos habitantes de países como Alemania o Suiza, caminantes y andariegos sin cuenta ni medida. Para el señor Sommer caminar es su vida. Y deambula día tras día, sin importar lluvia o granizo, sol o nieve, ventarrón o sereno. Y nadie le va a impedir esa que es su forma de enfrentar su vida, su soledad, su sentimiento trágico de la vida. Lo único que se sabe es que su destino es caminar, «andar y andar los caminos sin nada que lo entretenga», como dice la canción de Atahualpa Yupanqui. Se sabe eso y que su esposa hace muñecas de trapo y que viven en una buhardilla alquilada.
 
La segunda vez importante que el niño ve al señor Sommer es cuando, tras un episodio al mismo tiempo divertido y aterrador con su maestra de piano, decide subir a un álamo y desde ahí arrojarse al vacío, tremendamente angustiado: «¿Qué me importaba este mundo? No se me había perdido nada entre tanta ruindad. ¡Que los otros se asfixiaran en su vileza! ¡Que pegaran mocos donde quisieran! ¡Pero sin mí! ¡Yo me retiraba del juego! Diría adiós al mundo. Me suicidaría» (95). Porque «hasta el llamado Buen Dios, que para una vez que lo necesitabas y le pedías ayuda, no se le ocurría nada mejor que hacer que guardar silencio cobarde y dar curso al injusto destino» (94).
 
Un tercero y último encuentro se da, unos ocho años después, cuando el narrador ya es un adolescente. Yendo a su casa en bicicleta, salta la cadena de transmisión y tiene que detenerse a arreglarla. Entonces ve al señor Sommer (cuya esposa ya ha fallecido), con su raro bastón y su sombrero de paja, solitario y enigmático como siempre (o más que siempre), con los pies sumidos en el lago. Y luego viene lo peor. El narrador, paralizado, contempla la escena que a cada instante se vuelve más trágica… Y, sin pestañear siquiera, recuerda aquella expresión del señor Sommer: «¡Bueno, pues déjenme en paz de una vez!».
 

Y cuánta razón, parece decirnos el autor de esta impactante novela, se le debe conceder a quien no quiere ya, por nada del mundo, que este entre en su interioridad. Porque cada hombre está, como decían los filósofos existencialistas, verdadera y ontológicamente solo. Soledad que brota de la incapacidad esencial de comunicación, dado que esta se hace a través de las palabras, y estas siempre expresan conceptos o sentimientos generales, universales, abstractos, y la existencia del hombre no es ni lo uno ni lo otro, es singular, individual, concreta: «En los árboles se estaba tranquilo, le dejaban a uno en paz. Hasta allí no llegaban ni las llamadas de la madre ni las órdenes del hermano mayor, solo el viento, el murmullo de las hojas y el ligero crujido de las ramas…».(14).
 
Caminar y caminar por la vida, sin más testigo de calidad que la visión limpia y sana del niño, que no pregunta, que no cuestiona, que no trata de penetrar con el estilete de las palabras, esa soledad existencial del hombre. Desde los acontecimientos de su tierna vida hasta los inquietos pensamientos de su adolescencia, son escenarios desde los cuales contempla la excentricidad humana, la rareza del hombre, el silencio humano: Andar y andar sin sentido, sin principio ni fin. «¿Y adónde le llevaban sus caminatas? ¿Cuál era el destino de sus marchas interminables? ¿Por qué y para qué andaba el señor Sommer doce, catorce o dieciséis horas al día? No se sabía» (27). Porque el hombre solo camina por caminar, porque quizá su vida no tenga ningún otro sentido ni valor…
 
Tal vez el señor Sommer, como el Jean-Baptiste Grenouille de El perfume, eso buscaba inútilmente: aquel extraordinario aroma, aquella esencia humana por la que pudiera romper el cerco de su soledad, de la soledad humana. Y, en lugar de ser devorado por los humanos, desaparecer silenciosamente en las tranquilas aguas de un lago…
 

Patrick Süskind, La historia del señor Sommer. Seix Barral, 133pp.)
 
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