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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Casas como conejeras
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
3 de octubre de 2019
alcalorpolitico.com
En Viena, capital de Austria, existe un museo y un conjunto de casas que son un atractivo turístico. Se trata de una obra de Friedensreich Stowasser o Hundertwasser, orgullo de los vieneses, quien diseñó edificios multicolores, de muy bajo costo, de formas irregulares y líneas y pisos ondulados («un piso ondulado es una melodía para los pies», decía), con tejados y balcones sembrados de plantas y hasta de árboles, con la idea de que los habitantes no sintieran que su morada había sido arrancada a la fuerza a la naturaleza, sino que formaba parte de ella en perfecta armonía.
 
¿Qué fue primero, el uso o la forma?
 
Parece ser que esta discusión, tan vieja como aquella del huevo y la gallina, sigue siendo aún hoy el gran dilema de los decoradores y arquitectos.
 

Mientras los teóricos de la arquitectura siguen con este debate, las ciudades se siguen abarrotando de enormes hormigueros. Cientos, miles de casas, cual conejeras, se levantan en los lugares más inconcebibles, más inhóspitos, inimaginables y riesgosos. Lechos de ríos, canales de desagües, lagunas, esteros, charcas, arroyos, pantanos, antiguos arrozales disecados por el calentamiento ambiental y hasta basureros abandonados han sido sitios aprovechados por desarrolladores y constructores para levantar ingentes conglomerados de «casas» que después, con el patrocinio de instituciones oficiales de supuesta beneficencia social, preocupados, unos por el usufructo rápido y garantizado y otros por el blof político, destinan a los habitantes que tienen el derecho y la necesidad de habitar en algún lugar propio y digno.
 
Afortunadamente, como en todo, siempre salta la liebre por el lugar menos pensado. Y en este caso, la liebre salta dentro del mismo gremio de los arquitectos. Y la liebre saltarina es la arquitecta Tatiana Bilbao, una mujer que ha luchado por darle un sentido humano a la construcción de las viviendas de interés social.
 
Inquieta, inteligente y creativa lidera una rebelión contra lo que llama las «cajas de zapatos»: «Hileras de casas idénticas, lejos de los centros urbanos, sin colegios adonde llevar a los niños, centros de salud a los que acudir, o buenas carreteras por donde acceder…Una bomba atómica social. Imagínate si vives en una casa allí. Tu dirección dice casa número 22, calle número 13, unidad número 34. Eres un número», y expone un modelo de construcción, más humano y digno, que cada vez tiene más adeptos entre las nuevas generaciones de arquitectos mexicanos: «Una casa no son solo cuatro paredes y un tejado; también es el entorno y la gente que vive dentro» (https://elpais.com/cultura/2019/02/02/actualidad/1549069172_574680.html).
 

Este concepto de la arquitectura y del urbanismo va aparejada con esta nueva fase de concienciación respecto a la urgencia de defender, de proteger, de amar la naturaleza que de pronto, por el desinterés y apatía de todos, empezando por los grandes responsables de los gobiernos y los adoradores del dinero, ha sufrido un deterioro que de manera violenta e ingobernable está reclamando.
 
La necesidad de vivienda es, ciertamente, una prioridad humana. Pero no solamente de un espacio cerrado de cualquier manera o en las condiciones más deshumanizadas. La casa, la morada, la que los romanos consideraban habitada por los dioses familiares (los penates), no puede prescindir de los otros derechos humanos, no puede estar ni en contra ni siquiera alejada del derecho a la educación, al trabajo, a la salud, al bienestar.
 
La idea de esta arquitecta mexicana se ha visto ya plasmada en un proyecto en Michoacán: la construcción de 600 casas derruidas por una avalancha de lodo. La idea, dice Tatiana, era «en vez de construir las casas alineadas, como era la norma, estas seguirían un desorden intencionado, planeado. El objetivo era recrear la lógica de un pueblo, un lugar donde los desplazados se quisieran quedar y no lo abandonaran al cabo de poco tiempo».
 

Y no solo que los habitantes quieran seguir allí y no abandonarlo, como sucedió con aquel histórico caso de las casas construidas en la isla de Janitzio en la década de los setentas, sino que se respete el entorno, la topografía y las casas se incrusten de forma natural en el paisaje, en buena convivencia con el medio ambiente.
 
En una ocasión, un alumno de una facultad de arquitectura se quejaba de que habían incluido en el currículo de su escuela la materia de antropología. «Yo, me decía, cursé el bachillerato del área técnica, no de humanidades. No sé qué tiene que ver la antropología con la arquitectura». Quizá pensaba que el arquitecto está programado para ser diseñador de grandes construcciones: hoteles, teatros, centros comerciales, alamedas, mansiones, palacios oficiales, paraísos artificiales a donde solo se acude por momentos y se paga por comodidades muchas veces ficticias. Y las casas, en donde se vive y se convive, no son para aplicar sus dotes de artista. Quizá estudiando antropología entenderá por qué es ilógico que en ciudades de clima tropical o subtropical se construyan casas con chimeneas…
 
En el día de los arquitectos, bienaventurados los que respetan la naturaleza y a sus habitantes.
 

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