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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
El Gatopardo
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
9 de enero de 2020
alcalorpolitico.com
No una, ni dos; fueron muchas las veces que había escuchado el nombre de esta novela. Sin embargo, nunca la había leído. Ahora, al descubrir una nueva edición de Anagrama, la compré, la leí y al terminarla (lo que no suele ocurrirme), la empecé de nuevo.
 
Se trata de una obra muy singular. Escrita por Giuseppe Tomassi de Lampedusa, fue publicada más de un año después de su muerte y eso por un error de la empresa editorial que estaba apurada en la publicación de El doctor Zhivago. La edición fue un éxito hasta llegar a ser considerada la novela más importante y leída en el siglo XX en Italia. Y desde entonces, sobre todo en el ámbito político, el apodo de «gatopardesco» es un derrengado sinónimo de «acomodaticio», de esos individuos que se cobijan con el fogón que más les calienta, sin importar sus ideales o, mejor, por carecer de ideales propios, de honestidad intelectual.
 
El Gatopardo es don Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, isla que pertenecía al Reino de las Dos Sicilias. En mayo de 1860, Sicilia fue invadida por los revolucionarios piamonteses, liderados por Giuseppe Garibaldi, con el propósito de adherirla al resto de Italia para formar una nueva nación unificada. Era un conservador que de pronto ve invadido su reino, su patria, por una bola de filibusteros (los «garibaldescos» o «camisas rojas») que ofrecen a los desentendidos y desatendidos italianos del sur una nueva época, una nueva sociedad, la abolición de las clases sociales, la repartición de las riquezas y, por ende, la destrucción del viejo régimen monárquico borbónico. «Nosotros somos leopardos y leones, quienes tomarán nuestro lugar serán hienas y chacales», «hombres parecidos a los que vivían en los conventos: fanáticos como ellos, cerrados como ellos, como ellos ávidos de poder, es decir, como siempre, de ocio» (52), dirá sombrío, desilusionado.
 

El Gatopardo, obviamente, ve con recelo y hasta temor este movimiento «libertario», transformista. Siente en la sangre la tradición, la herencia de un sistema que le ha dado privilegios, al que se ha acomodado, del que sigue un conjunto de valores, criterios y prácticas que le han conformado su personalidad, su forma de vida familiar, su peculio y su prestigio social. Cuando él viaja con su aristocrática familia a su finca de verano en Donnafugata, es un evento de gran relevancia y es recibido con los honores propios de su alcurnia y toda la vida del pueblecito gira en torno de él: el jesuita Pirrone, que incluso vive en su palacio, el notario, el archipreste, el médico, el contador, el organista de la iglesia y el alcalde, Calogero Sedàra.
 
Pero los sucesos lo hacen repensar, una y otra vez, cuál va a ser el destino de él y su familia. Si las tierras son repartidas, perderá todos sus ingresos además de sus títulos, su prestigio, su prosapia, todo, absolutamente todo. Pero, al mismo tiempo, entiende que las cosas simplemente suceden y casi siempre (sin el casi) sin que tenga que ver para nada la voluntad propia. Cuando se hace la votación a favor o en contra de la anexión y él es consultado, les dice a todos que voten por el «sí», aunque dándoles a entender que debe ser por el «no». Sin embargo, voten por lo uno o lo otro, el resultado, anunciado por el alcalde, es un unánime «sí», sin importar la papeletas… Y don Fabrizio «ahora sabía a quién habían estrangulado en Donnafugata, y en otros cien sitios, aquella noche de viento sucio: a una recién nacida, a la buena fe; la criaturita que precisamente más hubieran tenido que cuidar, cuyo robustecimiento hubiese justificado otros actos de estúpido e inútil vandalismo… Ahora daba la impresión de que la amenaza (de “haz lo que te digo o habrá palos”) había sido reemplazada por las melifluas palabras del usurero: “Pero si tú mismo has firmado… ¿Acaso no lo ves? ¡Está tan claro! Debes hacer lo que te decimos porque, ¡mira la letra!, quieres lo mismo que nosotros”» (135).
 
En este dilema se encuentra y en él se sumerge cuando se entera de que su sobrino Tancredi (el «hijo» que más quiso), se ha enrolado en las filas garibaldinas y, peor aún, se ha enamorado perdidamente de la hermosa Angélica, la hija del alcalde, político usurero, oportunista, quien ha manipulado la votación precisamente por haberse adecuado, adaptado o «vendido» al movimiento insurrecto, lo que le ha permitido hacerse de buenas tierras y enriquecerse a costillas de los desposeídos «conservadores».
 

¿Cómo resuelve don Frabrizio su angustioso dilema, su propia batalla íntima? Más bien tenemos que decir que no lo resuelve, o lo hace de la única manera que le es posible: permite que el sobrino Tancredi siga involucrado en el movimiento reformista, se case con la bella Angélica y alcance cargos, fama y riqueza, mientras él continuará viviendo su vida con la esperanza de que todo terminará quedando como estaba, tal como se lo había dicho su rebelde y ambicioso sobrino con aquella frase paradigmática: «Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie»… (57)
 
El viejo Gatopardo opta por seguir sus observaciones de las estrellas, afición que le había producido los pocos momentos felices de su vida: «Como siempre, al verlas se sintió reanimado; tan lejanas, omnipotentes y al mismo tiempo tan dóciles a sus cálculos; todo lo contrario de los hombres, siempre demasiado cercanos, débiles y sin embargo tan tercos» (254).
 
La novela, con todo, es mucho más que esta historia de don Fabrizio, el Gatopardo. Llena de humanismo, de claridad mental y de sabiduría, es una obra imprescindible en la vida de todo lector inteligente.
 

(Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo. Anagrama, 320 pp)
 
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