icono menu responsive
Columnas y artículos de opinión
Diario de un reportero
Desde la cuarentena (II)
Miguel Molina
26 de marzo de 2020
alcalorpolitico.com
En la acera frente al supermercado hay tres líneas verdes que marcan la distancia que se debe guardar entre cliente y cliente que espera mientras otros compran. No puedo dejar de pensar que la cuarta parte de la humanidad está en cuarentena.
 
Brilla el sol pero hace frío, aunque uno ya no piensa mucho en esas cosas. Se abren las puertas. Uno sale, entra otro: le dan un número que ayuda a controlar el número de personas en la tienda, y le ofrecen una bolsita de plástico para proteger la mano que lleva la canasta que otros usaron antes.
 
En la plaza de la Navegación hay poca gente. Una señora que descansa su fatiga tomando el sol en una banca, una familia que saluda a otra de lejitos, y los siete sabios de Grecia, que no son siete, ni son sabios ni son griegos, sino un grupo de hombres que al menos desde hace siete años celebra y bebe sin prisa la primera y la última en el parquecito, no muy lejos de la fuente.
 

En el supermercado ya hay casi de todo otra vez. Uno va, pone en la canasta lo que va a comprar, llega a la línea verde que está en la caja, espera a que pague el de enfrente, saluda a la cajera, paga, pone sus cosas en la bolsa y se desinfecta las manos antes de salir con leche, huevos, naranjas, papas, cebollas, dos latas de garbanzos, chorizo, un pimiento verde, pan y vino para la cena.
 
Las calles de Ginebra están más vacías que la semana pasada. En Londres poco ha cambiado, aunque el Primer Ministro anunció antier una cuarentena estricta y sin precedentes en la capital británica y mandó cerrar bares y restaurantes y todo lugar público, aunque el metro sigue atestado en las horas pico, y había gente en los parques como si nada estuviera pasando.
 
Capacidad y equipo
 

Lo que más preocupa en Europa es la capacidad de los hospitales y la posibilidad de que no haya suficiente equipo médico ni insumos para atender a los enfermos, pero en India – un país en el que trabajé por temporadas durante diez años – el problema es más grande porque se trata de un país enorme: mil trescientos millones de personas tienen que observar una cuarentena rigurosa en sus casas.
 
Y es un problema grande porque según estadísticas oficiales, en India hay doscientos sesenta y nueve millones de pobres, y más de cien millones de ellos no tendrán nada toda su vida... Son afortunados los que tienen un techo y ganan más de ocho pesos mexicanos al día en las regiones rurales o setenta y ocho en las ciudades.
 
Ellos, y los desempleados y los precarios y los migrantes y los sin techo y los ancianos de India y de otros países afectados son los que van a sufrir más esta pandemia que ha puesto en evidencia la fragilidad del sistema económico de nuestro tiempo, y la necesidad de buscar otras maneras y otros medios.
 

Occidente (que en este caso es Europa, porque Estados Unidos no parece dispuesto a apoyar a quienes necesitan recursos para sobrevivir sin trabajo) ha mostrado una cara más o menos solidaria con quienes van a resultar afectados por las consecuencias de la pandemia.
 
Se necesita hacer más. Y se necesita que la iniciativa sea de la sociedad civil y no se deje a los gobiernos la capacidad de decidir qué se hace y cómo y cuándo. Las cosas en Palacio –dice el refrán – van despacio, y México puede ser la muestra.
 
Pero la gente, que podría haber comenzado el cambio, sigue haciendo colas de cercanía en los bancos y en otras partes, o sale a pasear y vive como si no pasara nada, aunque cualquiera de nosotros – o cualquiera de los demás – puede ser portador del coronavirus.
 

Hay algunas excepciones municipales, que la malicia o el salario atribuyen a intereses de partido y que también se pueden interpretar como obligación de proteger a quienes viven en un pueblo que no tendrá con qué cuando llegue la hora, aunque esas preocupaciones no son suficientes porque vienen de la autoridad.
 
Qué hacer
 
Hace unos días hablaba sobre estas y otras cosas con un par de amigos en México, y llegamos a la conclusión de que las comunidades deben actuar según la urgencia que ellas tengan. No es lo mismo alarmarse en la capital del estado que en un municipio pequeño y sin recursos, donde enfermarse significa sentencia de muerte.
 

Porque me preguntaron, les sugerí que las iglesias u otras organizaciones pueden ser el punto de partida de un cambio en la forma en que las personas se relacionan con los demás: sería relativamente fácil contar con voluntarios que vieran por quienes no tienen recursos para sobrevivir esta o cualquier otra cuarentena. Un papel rojo en la ventana avisaría que se necesita ayuda.
 
En Ginebra hay un sábado en que uno comparte lo que puede con quienes no tienen. En los supermercados le dan a uno una bolsa para lo que quiera donar: arroz, aceite, leche en polvo, pastas, productos enlatados, jabón y champú, café y té, pasta y cepillo de dientes, jabón, por ejemplo. Una organización distribuye todo lo recaudado (trescientas treinta y ocho toneladas este año).
 
Tampoco sería complicado organizar una campaña así en solidaridad con quienes no tienen un salario garantizado, y hacer cosas semejantes con quienes viven en circunstancias difíciles. Lo único que se necesita es encontrar personas honestas – en cualquier comunidad tendría que haber cuando menos los diez que no hubo en Sodoma ni en Gomorra – que se hagan responsables de manejar este tipo de programas.
 

En fin, divago. Mientras subo, mínimo ejercicio, los cincuenta escalones de la calle a mi casa, me doy cuenta de que hay algo diferente. Es el silencio. Aunque muchos, casi todos, están en sus casas, lo único que se oye, mal y a lo lejos, es el piano en el que la vecina de abajo ensaya sin suerte una y otra vez una pieza que no hemos podido identificar.
 
Así pasan los días de la pandemia. A veces siento como si me estuvieran diciendo que no usara preservativo porque me van a curar si me contagio de algo...