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Columnas y artículos de opinión
Diario de un reportero
Desde la cuarentena (V)
Miguel Molina
16 de abril de 2020
alcalorpolitico.com
De pronto somos otros. La pandemia que nos obligó a quedarnos en cuarentena también nos permitió darnos cuenta de cosas que eran parte de nuestras vidas pero no las habíamos visto, y de que gran parte de la existencia está llena de cosas inadvertidas.
 
Tal vez lo primero que muchos notaron es que no estaban preparados para vivir durante semanas sin salir de sus casas ni en constante proximidad con sus familias. La coexistencia que conocemos sólo sirve para períodos cortos en algunos casos, y el teléfono, la computadora, la televisión y los videojuegos ayudan a que lo cotidiano sea pasable.
 
También se hizo claro que desde hace una o dos generaciones se perdió la capacidad de aburrirse, y que uno depende de la tecnología para sentir que hace algo aunque no haga nada, para dar satisfacción inmediata a su necesidad de estímulos, diversiones y distractores.
 

En general, uno siente que en las conversaciones y en varias actitudes sociales (como las que se han visto en prácticamente todos los países afectados por el coronavirus) ronda el temor a pensar en la frágil condición humana y la muerte propia o la de alguien cercano, y no sabemos qué pensar de quienes creen que la enfermedad no les puede afectar si decidimos que no existe.
 
Pero nunca hemos sido más ignorantes que en este tiempo lleno de información sobre todas las cosas. Cualquiera cree cualquier cosa y la convierte en realidad y pierde el tiempo discutiendo vainas que no tienen ni prueba ni remedio con otros como ellos. Hoy no salí de mi casa. La mañana pasó sin darse cuenta.
 
Pensé en el optimismo: las cosas serán diferentes cuando todo esto se acabe, los pueblos se darán cuenta del valor de la solidaridad, los gobiernos finalmente comprenderán que el bienestar de los pueblos es más importante que ninguna otra cosa, los partidos se darán cuenta de que no representan nada o casi nada. El capitalismo será otro. Todo cambiará.
 

Cada casa tendrá su huerto, cada persona ganará un salario que le permita vivir, se va a privilegiar la cultura, se van a cultivar la ciencia y la tecnología, los vecinos serán buenos y se acabarán los pobres y los enfermos tendrán remedio. La Patria será nuestra. De esto vamos a salir mejores.
 
Pensé en el pesimismo: cuando haya pasado el susto todo volverá a ser como antes. Los médicos y las enfermeras que cada noche aplaudimos desde nuestras ventanas seguirán recibiendo un salario triste y sin aplausos. Los ancianos seguirán siendo desechables.
 
Otros, los que han mantenido vivo al mundo (es decir, sin basura, con luz, con gas, con agua, con comida, más o menos en paz) volverán a ser ciudadanos de segunda o casi, y volverán a vivir al día. Los empresarios, los banqueros, los políticos, seguirán ganando – es un decir – miles de millones.
 

La gente seguirá siendo egoísta. Ya hemos visto las pruebas: montones en las playas, en las calles, en lugares donde no tendría que haber montones. Los políticos seguirán metiendo la mano en las arcas abiertas y los delincuentes continuarán matando, asaltando, extorsionando, secuestrando. La vida volverá a ser como antes.
 
Lo único cierto es que para muchos la vida no ha parado. Uno abre la ventana y siente la brisa y adivina el lago no muy lejos y quisiera decirle algo a los que caminan sin preocupación por la calle, pero termina uno recordando el día en que Fermina Daza y Florentino Ariza se dieron cuenta de que el cólera no los dejaría bajar del barco en que iban, y tendrían que navegar río arriba y río abajo hasta que la peste pasara:
 
– ¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? – le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.

– Toda la vida – dijo.
 
Eso.