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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Nuestro idioma a media noche
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
16 de julio de 2020
alcalorpolitico.com
Hablando de gramática, redacción y ortografía, ciertamente las cosas andan igual que las acciones de muchos gobiernos latinoamericanos (para no hablar de los otros) en torno al virus: abajo de pésimas, y esto es optimismo...
 
Y existen, al menos, dos razones: la principal: en los programas de estudio, tanto la gramática («La casa propia donde puede morar el español», decía Nebrija) como la redacción y la ortografía son un verdadero desastre. La otra: la desidia personal.
 
Un usuario de las redes sociales se quejaba de los señalamientos de que son víctimas los que escriben con los pies: no tenemos la culpa, se defendía, de que no hayamos tenido la suerte de quienes fueron a la escuela.
 

La queja es infundada porque, el que quiere, aprende. Pero tampoco es muy válida por cuanto que muchos que sí van a la escuela están casi-igual, igual o peor que los ayunos de escolaridad.
 
Con fundamento se puede decir que muchos hispanoparlantes hablan (hablamos) español pero no lo sabemos. Porque saber un idioma es conocerlo, aprenderlo y usarlo correctamente. Y de esto estamos en ascuas.
 
Un somero análisis de los programas escolares nos revela la increíble ignorancia o, por lo menos, desprecio de quienes los elaboran, es decir, de las secretarías o ministerios de educación y cultura. Contenidos desordenados, caóticos, escleróticos, paupérrimos, anacrónicos, apáticos, escuálidos, anoréxicos...
 

En un hermoso escrito, el indomable y entusiasta Ricardo Soca, en su portal elcastellano.org, hace referencia a la «magia de las palabras». Nos dice que «El lenguaje humano tiene algo de mágico. Permite que los conceptos que están activados en este momento en mi cerebro se expresen en un código formado por sonidos, que mis interlocutores reciben por el oído y que, luego, el cerebro de cada uno de ellos decodifica dándoles a conocer mi pensamiento. Como se trata de algo cotidiano, nos parece trivial, pero esa magia constituye uno de los fenómenos más complejos del universo». 
 
Y haciendo un esfuerzo de síntesis, en el supuesto de que el lenguaje se inició hace unos 170 000 años, cuando un prehumano logró articular sonidos que le resultaron suficientes para comunicar algo, «evocar objetos que no estuvieran presentes», homologa ese tiempo a un día de 24 horas y pone las cero horas como ese momento mágico que vivió el «abuelo» homínido. Según esta condensación del tiempo, pasando 85 000 años, digamos, las seis de la tarde, no se sabe nada del lenguaje. A las 23:14 horas aparece la escritura, de la que sabe casi nada. Faltando 22 minutos para la medianoche se dejan de hablar las lenguas indoeuropeas originales. Dos minutos después Platón y Aristóteles escriben sus obras. Cuando faltan diez minutos para las doce de la noche, cae el imperio romano y el latín vulgar se pulveriza en cientos de lenguas populares. Dos minutos después (8 para la media noche), se asoma al mundo una de esas lenguas romances: el castellano. Cuando faltan seis minutos y medio, el rey Alfonso X, el Sabio (¡por fin, un rey sabio!) decreta que ese romance español sea el idioma para redactar todos los documentos oficiales. Y un poquito después, cuando apenas faltan cuatro minutos para llegar a las 24 horas de ese día imaginario, o sea, a nuestro tiempo actual, Antonio de Nebrija presenta a la reina Isabel la Católica la primera gramática de esa nueva lengua: el romance español. Exactamente un décimo de segundo antes de que Colón descubra América.
 
La reina, como muchos reyes (y muchísimos de sus súbditos), no valoró suficientemente el trabajo de este genial hombre.
 

Tuvo que meterse un clérigo, el obispo de Ávila, a contestar ese gesto de desidia real y predijo algo que el mismo Nebrija le escribió después a la reina: «Después de que Su Alteza haya sometido a bárbaros pueblos y naciones de diversas lenguas, con la conquista vendrá la necesidad de aceptar las leyes que el conquistador impone a los conquistados, y entre ellos nuestro idioma; con esta obra mía, serán capaces de aprenderlo, tal como nosotros aprendemos latín a través de la gramática latina».
 
Pues sí, lengua impuesta, pero bella. Como cantó Pablo Neruda: «Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos [...] Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras».
 
Y esta lengua nuestra fue enriquecida con las lenguas autóctonas y otras muchas más que han dado por resultado este hermoso idioma al que, ahora, olímpicamente despreciamos, ajamos e ignoramos.
 

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