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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Titivillus, el diablillo socarrón
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
30 de julio de 2020
alcalorpolitico.com
Lo prometido, se cumple. Aquí voy a contar un poco de lo que hallé, rascando por acá y por allá, de este simpático y travieso hijo de Satán, seguramente salido de lo más profundo del Averno. Y esto para beneplácito de los escudriñadores de gazapos (como yo) y de los infelices que caen (como yo) en sus maléficas garras.
 
Resulta que por allá, en el siglo XIII, justo en la Edad Media, se identificó a Titivillus (o Tutivillus), un diablillo chocarrero que había sido comisionado por Satán para realizar una laboriosa encomienda: inducir y llevar un registro de los chismorreos de las beatas en las ceremonias religiosas y de todas las equivocaciones, omisiones y atropellos que los monjes y monjas cometían en sus ordinarios rezos. Pobres monjes, porque eso de rezar tres rosarios en un día o proferir mil jaculatorias o soplarse las vidas de los santos durante las tres comidas del día, era un suplicio al que cualquiera podía sucumbir con un bostezo, un sueñito de pasada o una distracción producida por algún atravesado «mal pensamiento». El pérfido diablillo recogía todo aquello y lo encostalaba en su saco para luego hacerles cuentas el día del juicio final. Podemos imaginar el trabajito que tenía este infernal chamuco pues, se dice, llenaba mil sacos diarios y eso que cada chisme o sílaba mal pronunciada u omitida se convertía en un ínfimo granito de sal...
 
Este inmortal diablito pitorrero sobrevivió por luengos años y, de pronto, se vio agobiado con un trabajo todavía más descomunal. Había llegado el momento en que no solo los monjes rezaban y leían sus aburridos libros piadosos encerrados en sus monasterios, sino que aparecieron frailes que andaban sueltos por los caminos del Señor, clérigos seculares que querían saber algo más que lo poco que aprendían en sus parcos estudios y burgueses que, hastiados de las intrigas y chismes del palacio, querían ahora pasar por eruditos. Todos estos y otros más urgieron a los monjes enclaustrados a que les copiaran textos para saciar su hambre de saber... Y los pobres monjes, aparte de tener que rezar como obsesos, tuvieron que someterse larguísimas jornadas a copiar textos para aprovechar el mercado y satisfacer la demanda.
 

Medio adormilados y con más ganas de echarse un sueño a la sombra de un manzano y esperar a alguna audaz Eva o, al menos, dedicarse a fabricar algún nuevo, exótico y místico licor para gloria de Dios, tuvieron que desplumar gallinas, pollos y patos para fabricar péndolas y exprimir vegetales, gusanos y caracoles para elaborar tintas, y de esa manera copiar durante horas y horas aquellos consabidos textos que un implacable lector les dictaba a la mayor velocidad posible.
 
Podemos imaginar a aquellos infelices amanuenses, agobiados y hartos de tantos textos píos, rezos y oraciones, no solo pronunciados sino ahora multicopiados a plumazo limpio a la luz de apestosas y titilantes velas de cebo. Sin duda, Titivillus tendría que llenar miles de costales diarios con todas las barrabasadas (erratas, les dirían después) que los monjes mal rezaban y escribían.
 
Y peor le sucedió a nuestro explotado diablo de las erratas cuando un tal Gutenberg ideó su aparato para policopiar, sin necesidad de recurrir a los fastidiados y fastidiosos monjes copistas, que ahora se convirtieron en tipógrafos. Estos no dejaron de ser víctimas del diablillo aquel. Se cuenta que un monje fue ferozmente castigado pues a un texto mal «parado» (Anatomía de la misa, de Antonia de Aeda), de 172 páginas, se le tuvieron que añadir 15 de erratas.
 

Pero eso no es nada comparado con lo que sucedió allá, por 1631, cuando el pícaro diablillo tuvo un sonado éxito. Resulta que el rey Carlos I de Inglaterra mandó imprimir la Biblia a los editores reales. Un despistado tipógrafo, seguramente instigado por el intrigante Titivillus, cometió un error que dio origen a la famosa Biblia Maldita. El caso es que erró al parar los tipos correspondientes al sexto mandamiento del libro sagrado y, en lugar de aquel que dice «No cometerás adulterio», el hombrecillo (un poquito libidinoso) omitió el «No»... Por más que los editores echaron la culpa al travieso Titivillus, el rey les endilgó una tremenda multa que los hizo quebrar. Seguramente, y esto no lo dice la historia, de aquella edición se vendieron más ejemplares que de los bodrios A calzón quitado o Lo negro del negro Durazo o los libros de Taibo y otros más actuales que ustedes mejor conocerán.
 
Lo bonito del cuento es que, gracias a Titivillus, ya tenemos a quién echarle la culpa de nuestros horrores ortográficos...
 
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