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Columnas y artículos de opinión
Diario de un reportero
El agua de beber
Miguel Molina
3 de septiembre de 2020
alcalorpolitico.com
Es un cuento de nunca acabar. Otra vez, como antes, las relaciones de la prensa veracruzana con el gobierno del estado se están llenando de adjetivos que no le convienen a nadie, sobre todo a los propios veracruzanos, y la crisis más reciente en este trato se hizo evidente en el mensaje que envió el secretario de Gobierno al diario El Dictamen hace unos días.
 
Al parecer en respuesta a un comentario que lo calificaba de traidor a quienes han impulsado su carrera política, el funcionario advirtió a la directora del periódico que "el que se lleva se aguanta", palabras que son una amenaza en cualquier idioma...
 
Poco ayuda que el gobernador haya declarado que hay medios que aprovechan la libertad para presionar, insultar, decir mentiras, "para que tengamos convenios más allá de lo que nosotros podemos", y no haya dicho cuáles son esos medios y quiénes los representan. Lo menos que puede hacer el mandatario es exponer a la opinión pública los nombres de quienes abusan del poder de la prensa.
 

Pero la vaina no es nueva. Desde antes del triunfo de Morena en las elecciones estatales, el trato entre el poder y los medios ya era áspero. El breve gobierno panista pasó los dos años que le tocaron sin prestar atención a los periodistas que no fueran afines, como había hecho la administración – por llamarla de alguna manera – priista que dejó a Veracruz sin fondos económicos y sin formas políticas.
 
Mucho de este encono se explica por la falta de reglas claras. Ni el gobierno tiene una estrategia definida de comunicación social que vaya más allá de la propaganda y el boletín, ni los medios han – hemos – aprendido a informar sobre los actos y las obras del gobierno sin el financiamiento de la publicidad oficial. La nuestra es una relación perversa.
 
Hace años, una colega mexicana me preguntó cómo eran los convenios de los gobiernos europeos con los medios. Se sorprendió cuando le dije que no hay convenios: los gobiernos informan lo que hacen, y los medios publican y analizan lo que creen que vale la pena informar y evaluar. Y ya.
 

Uno cuenta lo que pasa
 
Maurice Joly, abogado y soldado francés del siglo XIX, ofreció una definición útil y precisa: la prensa tiene la potestad de ejercer la vigilancia de la cosa pública porque "expresa las necesidades, traduce las quejas, denuncia los abusos y los actos arbitrarios, y obliga a los depositarios del poder a la moralidad, bastándole para ello ponerlos en presencia de la opinión pública".
 
Uno cuenta lo que pasa: la violencia, la inseguridad, el miedo, la falta de consistencia en las estrategias políticas, los encuentros y los desencuentros entre políticos, los arreglos más y menos oscuros, la incapacidad de organizarse y organizar a los ciudadanos para evitar enfermedad y desastres y muertes, y retratan la molestia o el desencanto de la opinión pública, el último interlocutor que nos queda.
 

Lo de ahora es serio, más serio que antes, porque la oposición es empecinada aunque sea minoritaria, y cuando los medios le dan la voz a esa oposición –a veces gritona, a veces ingenua, desarticulada y tal vez manipulada en más de un modo–, los funcionarios se molestan. Pero la verdad es que nadie se ha preocupado por establecer el diálogo público que necesitamos.
 
Lo que no necesitamos es la amenaza. Lo que se dijo en El Dictamen no sorprendió a nadie (aunque haya molestado a más de uno) porque conocemos la naturaleza de la política y los alcances de los políticos nacionales. Pero la reacción del secretario de Gobierno evidenció que el comentario había tocado un nervio.
 
En todo caso, los venezolanos dirían que ya se ensució el agua de beber: una relación adversarial no le sirve a nadie, y en vez de buscar coincidencias el gobierno y los medios han preferido concentrarse en otras cosas.
 

Hay quienes quieren controlar lo que otros dicen, porque las palabras –propias y ajenas– van más allá de quien las pronuncia o las escribe. Y hay quienes están empecinados en decir lo que piensan sin pensar lo que dicen, e ignoran que en el periodismo como en la política uno es lo que uno dice, y vive o muere por la boca, pez político o mediático.
 
Hay una meta pero no hay un camino
 
Pero si el gobierno quiere que se hable de lo que se hace –y no de lo que presuntamente hacen sus funcionarios– tiene que presentar un interlocutor que, en vez de amenazar, asuma la responsabilidad de promover en los medios la información que emita el gobierno, y generar los instrumentos, los tiempos y los espacios pertinentes a la difusión y a la promoción de las obras y los actos públicos, como marca la ley. No se sabe quién es, si es que existe.
 

Tal vez alguien puede decir algo sobre las buenas obras de la administración, tal vez hay funcionarios dispuestos a ofrecer información de primera mano, tal vez hay alguien que puede responder a las preguntas que provoca el mensaje oficial. No se sabe dónde están esas personas, si es que están. La situación no es pareja.
 
Hay quienes quieren contar lo que pasa en Veracruz, sin adjetivos ni descalificaciones, porque el trabajo del periodista es retratar la realidad sin maquillaje. Y no todos los periodistas son mentirosos ni corruptos, ni toda la prensa quiere convenios, aunque los necesite.
 
Pero quienes pueden darnos una idea del tamaño de los problemas del estado insisten en repetir mensajes que la realidad se empeña en contradecir. Y entonces parece que todos hablan pero nadie escucha. Puede ser que haya una meta en la comunicación, pero no hay un camino para llegar a ella. Esa es la raíz del árbol del problema.