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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
Víctimas de la intolerancia
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
4 de febrero de 2021
alcalorpolitico.com
Víctima de un atentado, recientemente murió Malala Maiwand, a la edad de 26 años. Era presentadora de un programa de televisión y se había destacado por luchar incansablemente a favor de la libertad de las mujeres y del libre acceso a las escuelas de Afganistán.
 
Homónimo de Malala Yousafzai (Premio Nobel de la Paz en 2014), otra joven mujer de origen pakistaní, el nombre de estas dos jovencitas mujeres describe su vida: «Afligida»: afligidas por haber sido víctimas constantes de grupos radicales que niegan a las niñas y a las mujeres el ser consideradas en igualdad de derechos que los hombres, especialmente su derecho a poder expresarse libremente, a asistir a una escuela, el derecho a la educación.
 
Malala Maiwand era una niña cuando su familia emigró para escapar de las guerras civiles que obligaron a 1.5 millones de afganos a abandonar su país y refugiarse en Pakistán. En 2004 su familia regresó a Afganistán, donde terminó la escuela. Al morir, cursaba el último año de la licenciatura en Gestión y Políticas Públicas.
 

La madre de Malala Maiwand había sido líder comunitaria cuando también fuera asesinada hace casi 12 años por su papel activo en la sociedad. Malala era conocida por sus «entrevistas desafiantes». «Tenía grandes sueños, le dijo a la BBC su padre, Gul Mula, quien cuenta que estaba “100 % preocupado” por la seguridad de su hija. A veces, le decía que no hiciera preguntas serias a ciertos funcionarios, pero ella siempre respondía que era su trabajo interrogarlos». (https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-53826365).
 
En los últimos cuatro años, según los informes del grupo defensor de la libertad de prensa NAI, 70 periodistas y personal de medios fueron asesinados o hallados muertos en Afganistán, siendo el común denominador ser todos ellos luchadores sociales, especialmente defensores de la libertad de pensamiento. Y los que viven, sobre todo las mujeres, continuamente reciben amenazas de muerte porque grupos radicales no aceptan que realicen y destaquen en medios sociales, y mucho menos participando en programas de radio y televisión. «Ella era muy consciente de que su presencia diaria en la televisión estaba “rompiendo un tabú”, donde las mujeres apenas se ven en público sin una hiyab de la cabeza a los pies. Pero también era muy consciente de la importancia de su papel como mujer en la sociedad. Donde no había una voz femenina, Malala estaba ahí, inspirando a otras mujeres».
 
Los medios de comunicación nos informan continuamente (hasta donde pueden) de los atentados y asesinatos de quienes piensan distinto. Grupos y gobiernos doctrinarios, ideologizantes, se sienten molestos por quienes luchan por la libertad de expresión, por la democracia (en sí o por una nueva democracia), por la igualdad de derechos de las mujeres, por el respeto a la naturaleza, por oponerse a las energías contaminantes y a las empresas o proyectos que destruyen los hábitats, por una mejor condición de vida para las poblaciones indígenas o, simplemente, por oponerse a formas de gobierno excluyentes, totalitarias.
 

La educación, la libertad de conciencia, vivir en un mundo sin contaminantes letales, ser respetados en sus tierras y en sus formas de vida, son temas que incomodan a quienes, por el contrario, se sostienen y afianzan su «popularidad» manteniendo a un pueblo ignorante y sumiso, con una educación anémica, víctima de enfermedades endémicas, privado de la información necesaria para pensar y actuar críticamente, con la boca cerrada para no molestar o solo permitiéndole abrirla para adularlos, respirando aire viciado y tomando agua envenenada por los desechos industriales, perdiendo sus tierras y suprimiendo sus tradicionales formas de vida y sus culturas para ser adoctrinados en los modelos económicos, políticos y sociales que les son ajenos.
 
La joven Malala sucumbió ante uno de estos grupos que, radicalmente fieles a su ideología, se erigen en dueños de vidas y conciencias y niegan o distribuyen a su soberana conveniencia y antojo los derechos ajenos, decidiendo qué se puede y debe ver, oír, pensar, decir y escribir, y qué calidad de salud y de educación se deben recibir para mantener y afianzar su propia y personal doctrina.
 
Esta intransigencia ideológica nos recuerda aquellos crímenes y aquellas guerras político-religiosas del siglo XVI en Francia, originadas por el ambicioso expansionismo doctrinario de calvinistas radicales, tiránicamente asentados en Ginebra, Suiza, en las cuales murieron miles por órdenes del rey Carlos IX y la reina madre Catalina de Médici. «Espantosos episodios en que la humanidad parece recaer en la saña sanguinaria de la horda y en la docilidad esclavista del rebaño», como escribió Stefan Zweig.
 

La historia está llena de estos doctrinarios, de una u otra secta, que pretenden que su ideología es la «verdadera» y condenan como herejes, adversarios o enemigos a los seguidores de las restantes, sin detenerse a usar su razón para entender que, precisamente con ese criterio, ellos son tan «herejes» o «enemigos», a juicio de los otros credos y doctrinas, como aquellos a quienes juzgan.
 
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