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Columnas y artículos de opinión
Diario de un reportero
Lo que la primavera hace con los cerezos
Miguel Molina
1 de abril de 2021
alcalorpolitico.com
Hasta donde puedo ver, todo comenzó hace tiempo con los babilonios, o con los asirios o con los acadios, aunque puede ser que ellos hayan recogido la leyenda de otras fuentes más antiguas. En todo caso, ellos y quién sabe cuántos más celebraban por estos días – cinco siglos antes de nuestra era – a la diosa Eostre, la Aurora, cuyo animal era una liebre que renunció a hibernar para reproducirse, cosa que a los conejos les sale muy bien.
 
En esos tiempos, las comunidades comían, bebían, echaban granos al viento y regaban agua en las entradas de las casas para hacer propicia la estación florida, y lo más probable es que luego celebraran las virtudes de la diosa de la fertilidad con rituales más específicos, que el pudor me impide describir.
 
Eostre era otro nombre de Ishtar, la diosa original, mesopotámica, causante de que pasaran cosas en el mundo, razón de que el sol fuera más intenso en la primavera, motivo de que la vida animal y vegetal floreciera en todas partes, y alentaba a que el paso fuera vivo.
 

Ishtar (quien gozó con todos los dioses mayores y menores del panteón asirio-babilónico, y con no pocos mortales que jamás se recuperaron del placer) era también otro nombre de Astarté, la deidad griega causante del deseo que nubla la razón y seca la boca y abrillanta la mirada y deja las rodillas trémulas.
 
Pero aunque tengan muchos nombres, dioses y humanos tienen un solo destino. El destino de Ishtar fue conocer a Tamuz, deidad de las cosechas, padre de la abundancia y señor del alimento y la bebida, conocido entre los fenicios como Adonis. Ese encuentro cambió la vida de la diosa, que se enamoró por razones que ignoro, como se ignoran tantas cosas, y que además ya no vienen al caso.
 
Pero la historia dice que Ishtar y Tamuz – el deseo y la abundancia – retozaron contentos hasta que llegó el otoño, que entonces todavía tenía reflejos de oro y tibiezas de otro tiempo, y ahora hace caer las hojas de los árboles y arruga los frutos. El romance y el retozo fueron intensos. En esos días, el mundo floreció con sus mejores colores, y el aire se llenó de aromas, y los pájaros cantaban en el monte.
 

Pero todo se acaba. Tamuz murió un jueves y descendió a los infiernos, donde le esperaba quién sabe qué. Nunca se supo qué pasó, que vio, que vivió, que olió, que sensaciones tuvo durante el tiempo que estuvo en las profundidades. se sabe que Ishtar, que presa del dolor y del deseo bajó desnuda – no se sabe por qué – bajó al infierno en busca de su amado. Sabemos que el mundo sufrió su sufrimiento, porque durante su ausencia la procreación se detuvo, se apagó la luz sobre la faz de la tierra, murió la risa, el aire se hizo pesado.
 
También sabemos qué pasó: Ishtar encontró a Tamuz, lo roció con el agua de la vida para resucitarlo, y lo trajo de regreso al mundo, donde los dos se regocijan sin descanso desde entonces. A veces el recuerdo de lo que pasaron en el subsuelo los hace recogerse en la penumbra, y de su fausto y de su recogimiento se producen las estaciones.
 
En estas fechas y en otros tiempos, uno se iba a algún lado. Muchos habrá que vayan ahora a algún lado y lleven el Covid de aquí para allá y de una persona a otra sin saber, sin pensar, sin querer. Otros habrá que mediten sobre el sentido de la vida y la muerte. Otros más habrá que no hagan ninguna de esas cosas y se esperen a que todo pase.
 

En todo caso, el conejo y su afán reproductivo son, desde hace siglos, el símbolo de la vida que vuelve. Plinio y Plutarco, entre otros, aseguraban que la liebre era hermafrodita y se bastaba a sí misma para reproducirse, siempre virgen.
 
Habrá quien prefiera pensar en otras cosas, que a fin de cuenta tienen que ver con la vida, la vuelta del calor, la estación florida que celebraba Garcilaso.
 
Es lo de menos. Si uno presta atención, si uno mira bien y escucha con cuidado, nota que en los rincones frescos de las casas, en los atardeceres que despiden al día en el campo, en los amaneceres que despiertan a los pájaros mucho antes de que salga el sol, hay algo semejante a un eco regocijado y antiguo.
 

Son Ishtar y Tamuz, que hacen con el mundo lo que la primavera hace con los cerezos.