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Columnas y artículos de opinión
Diario de un reportero
No sabemos qué hacer
Miguel Molina
10 de marzo de 2022
alcalorpolitico.com
Un miércoles de abril de hace tiempo pensé en el México del futuro. Me pregunté (uno pregunta siempre) cómo iba a ser la vida en el país dentro de no mucho tiempo. Pasaron veinte años. Sabía que era un ejercicio tan complicado como inútil, porque la historia nacional no había vivido tiempos como estos: territorios a merced de bandas de narcotraficantes y delincuentes menores pese a la enormidad de sus crímenes, un pueblo humillado, y autoridades civiles rebasadas por la fuerza de las armas y el poder de la corrupción. Nunca tantos estuvieron a merced de tan pocos.
 
El secretario de la Defensa Nacional Guillermo Galván Galván afirmó hace once años, once meses y dos días en el Congreso de la Unión que el que el Ejército necesitaría estar en las calles entre cinco y diez años más sin muchos límites para combatir a la delincuencia organizada de manera efectiva. Era otro miércoles, y varios de los diputados que estaban esa tarde en el Congreso oían sin creer lo que estaba diciendo el general. "Prácticamente nos pidió aprobar un estado de excepción", dijeron en su momento algunos diputados. "Para el Congreso es inaceptable".
 
Me fui de México hace veinticinco años, once meses y diez días, y me cuesta trabajo pensar en la patria del futuro. Veo que los mexicanos – no todos como personas pero sí todos como pueblo – estamos humillados por la violencia, y la dignidad nacional está herida tanto por las cosas que están pasando como por las que no han pasado. Han pasado los diez años que dijo el general Galván Galván y la cosa no mejora.
 

Es verdad que nadie puede garantizar la paz. A cualquier hora, en cualquier parte, por cualquier cosa, puede haber un tiroteo que termine con las muertes de narcos, de policías o militares, y de personas que iban pasando en mala hora, o de los que decidieron que era hora de hacer cuentas. Las fuerzas de seguridad – a veces incluido los militares – están rebasadas, y no hay poder humano que las equipe para combatir a los delincuentes.
 
Tampoco se puede garantizar la justicia. En todos los niveles, en todos los estados, hay alguien que robó fondos públicos, alguien que abusó del poder que tenía, alguien que se prestó a hacer o a dejar de hacer por un precio, y muy pocos pagan lo que hicieron. Las fiscalías y otras quimeras operan como oficinas del Ejecutivo y responden solamente a lo que les ordenan de palacio de gobierno.
 
En lugares como Veracruz aplicaron la regla de los ultrajes a la autoridad para detener sin ton ni son sobre todo a rivales políticos, pero no han usado el resto de las leyes para perseguir a presuntos delincuentes, como los funcionarios que anochecieron en una casa de interés social en una colonia y despertaron en una casota de un fraccionamiento. Así nadie va a creer que se acabó la corrupción.
 

Hay quienes piensan que el problema no existe si no se habla de él. Pero los reporteros no inventamos la realidad: nos limitamos a describirla, bien o mal, y tratamos de explicarla, aunque no les guste a todos. Y como los gobiernos que son y los que han sido, no sabemos qué hacer.
 
Desde el balcón
 
La vida tendría que ser así. Nada se mueve en el cielo de marzo todavía sin estrellas, mientras el sol se oculta. Y la luz es amable y hace que el cutis luzca como hace tiempo. Pero no. Uno mira atardecer y piensa en lugares lejanos de otro tiempo, y termina viendo la guerra que mata lo que toca. Cualquiera sabe que no se puede liberar a un pueblo matándolo.
 

Ni el whisky, cosa más grande, puede borrar las imágenes de los que se van con lo que pudieron meter en una maleta, los que se quedaron a defender a su patria, y los que murieron cuando trataban de huir en busca de una vida sin balas ni bombas ni miedo. Uno mira la luz que se desvanece y sabe que la tristeza por estas cosas, como por otras, va a durar toda la vida.