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Columnas y artículos de opinión
De Interés Público
Volver a la transición democrática
Emilio Cárdenas Escobosa
13 de febrero de 2012
alcalorpolitico.com
La transición entre los siglos XX y XXI fue un torbellino de cambios políticos que nos tocó presenciar a todos los mexicanos. Es el periodo de la llamada transición democrática, de la insurgencia ciudadana, de la movilización por la defensa del voto, del fin de la época del partido único, de la llegada de la alternancia política, de la esperanza de muchos en el advenimiento de una nueva etapa marcada por una mayor democratización de la vida pública, de un estado de ánimo colectivo de confianza en el futuro. Tiempo de esperanza que, doce años después, a juzgar por el escenario nacional de hoy, por los resultados alcanzados en todos los órdenes, constituye un gran fracaso que explica la frustración y el desencanto de millones de ciudadanos.

Para buena parte de los analistas y politólogos, el movimiento estudiantil de 1968 es el punto de partida de una trayectoria jalonada por coyunturas electorales criticas: 1988, 2000, 2006, así como por la acción y las estrategias de fuerzas políticas organizadas en partidos que se aproximan a un punto decisivo y definitorio sobre el futuro inmediato con la elección federal de este 2012.

El resultado de la transición es confuso y revelador: se tiene hoy un sistema político aparentemente democratizado, sostenido por los frágiles equilibrios de una economía precaria, sobre el que pesa la hipoteca de la pobreza y la desigualdad, como se tiene también una sociedad frustrada, desmovilizada, apática, resignada a que la clase política haga de las suyas sin rendir cuentas a nadie.


En el análisis académico la discusión sobre el “punto de arranque” de lo que se ha denominado convencionalmente como la transición política mexicana hacia la democracia es, ha sido siempre, un tema polémico, con visiones contrastante, como también lo es la fijación del punto de terminación de esa prolongada o corta transición mexicana, según quiera verse.

Algunos colocan el punto de arranque en fenómenos sociológicos con implicaciones políticas, como el movimiento estudiantil de 1968. Otros afirman que la transición comenzó en 1976-1977 con la reforma político-electoral, pero otros lo colocan hacia la fractura del PRI en 1987, y la creación del Frente Democrático Nacional con la figura de Cuauhtémoc Cárdenas como emblema y centro cohesivo, y las polémicas elecciones presidenciales de 1988. Hay quienes afirman que fue la alternancia (con la llegada del PAN a la presidencia en el 2000) la que hizo posible la democracia. Algunos otros dirán que no ha habido ningún cambio político mexicano, o que es sólo una invención discursiva para favorecer ciertas interpretaciones políticas, pero estos planteamientos entran en el fangoso terreno de la metafísica política. En fin: es difícil llegar a un acuerdo entre especialistas, historiadores y opinadores respecto al punto de inicio y término, si llegó ya, de este proceso.

Lo que sí es un hecho sobre el que existe convención entre muchos analistas es que en un país como México, donde se han profundizado las diferencias sociales y la pobreza, la democracia se encuentra sujeta a continuas y grandes presiones. Y la necesidad de contener las demandas dentro de los límites «aceptables» ha generado, a contrapelo de las visiones optimistas, un problema recurrente de gobernabilidad, agravado por la impericia de las administraciones panistas, la resistencia a ajustar cuentas con el pasado, la vocación patrimonialista de la clase política en general, sea cual sea su signo ideológico, y la permanencia de un modelo económico excluyente.


La ola democratizadora llegó tarde a México, después de casi veinte años de políticas neoliberales, después de la caída del Muro de Berlín y del fracaso de los paradigmas de la izquierda radical. La globalización y las políticas neoliberales, asumidas acríticamente tanto por los gobiernos del viejo régimen como por los gobiernos de la alternancia, han provocado la pauperización de grandes sectores de la población, la desestructuración de los actores sociales y la migración masiva al extranjero por falta de empleo. Todos esos problemas se expresan en el desencanto que produjo el gobierno de Fox, el de Felipe Calderón, y en el desprestigio de los partidos y los políticos

Es muy difícil definir indicadores que permitan determinar cuándo los cambios que se producen son suficientes como para "hablar de una transición".

Para quienes parten de una visión amplia del Estado y sostienen la idea de que en México había un régimen de partido de Estado, pueden afirmar con justicia que no se han producido todos los cambios necesarios para hablar de "un nuevo Estado".


Los partidos en general siguen siendo estructuras autoritarias que representan sobre todo los intereses de sus elites; los intercambios clientelares siguen siendo mecanismos eficientes para la manipulación de la "expresión" política de grandes sectores de la población, las grandes corporaciones nacionales o extranjeras tienen un peso excesivo en la estructura real de representación, no hay transparencia en la administración pública, persiste la impunidad, no se respetan cabalmente los derechos humanos; las organizaciones "anti sistémicas" como el narcotráfico por un lado y la guerrilla por el otro, representan amenazas serias para la seguridad nacional y el Estado de derecho; y tampoco se ha roto con el pasado por medio de una política de "revisión de las cuentas pendientes" de los gobiernos anteriores.

Visto lo anterior es posible concluir que estamos atrapados en la dinámica de los poderes fácticos y de la clase política sin que los ciudadanos atinen a plantar cara de manera organizada a esa frustrante realidad, y cuando lo han intentado especialmente en épocas electorales, han sido más fuertes las inercias de los intereses creados, la vocación por trampear en los comicios, por comprar el sufragio, desmovilizar al elector y preservar la tónica de las elecciones controladas desde el poder.

Lo que es un hecho es que en la «transición mexicana» existe una gran incertidumbre sobre el futuro: no se puede garantizar que la sucesión presidencial en puerta desemboque necesariamente en un régimen político más democrático, más justo y con mayores libertades. Incluso no hay que descartar la posibilidad de que se desarrollen nuevas formas de autoritarismo.


Quizás será a partir de los pactos entre los partidos, las fuerzas sociales, los gobiernos locales y el federal, que pueda empezarse a construir un nuevo régimen –gane quien gane en los comicios del 1 de julio- donde el poder presidencial adquiera una dimensión institucional y al mismo tiempo mantenga la eficacia en la conducción del gobierno, donde los tres poderes de la Unión realmente permitan guardar equilibrios para que nadie pueda atropellar los intereses individuales y sociales.

El rumbo y dirección de nuestra democracia está íntimamente ligado con la reestructuración del Estado. Del grado de rapidez y efectividad en que se efectúen las reformas necesarias para la nueva vida democrática dependerá el futuro de nuestra nación en términos de crecimiento y desarrollo económico, estabilidad política y mejores condiciones de vida de los distintos sectores de la sociedad.

La participación ciudadana, el fomento de una cultura política distinta a la que el antiguo régimen nos impuso, la consolidación de partidos políticos institucionalmente fuertes y con posicionamientos claros, son y seguirán siendo un factor fundamental para el desarraigo de viejos vicios. En pocas palabras el cambio de las mentalidades de la comunidad política, de los actores, de las élites y de la ciudadanía, en primerísimo lugar, es necesario.


Porque no basta con una democracia consolidada si ésta es débil y con una escasa calidad; que disfrace las escasas posibilidades de contar con gobiernos verdaderamente comprometidos y engañe a aquellos ciudadanos que anhelamos un México mejor.

La tarea de todas y todos, consiste en construir una democracia con un alto contenido de responsabilidad entre gobernantes y gobernados; legalidad y respeto irrestricto a la ley; de rendición de cuentas; amplias posibilidades de ejercer la libertad; condiciones para la construcción de una sociedad con menos diferencias económicas y mayores oportunidades de mejorar su nivel de vida.

¿Podremos retomar el espíritu de la transición? ¿Debemos esperar que alguno de los candidatos a la presidencia nos convoque a ello? ¿No es acaso tarea de los ciudadanos poner manos a la obra?


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