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Columnas y artículos de opinión
Kairós
Enrique 'Putin' Nieto: el «Efecto Vodka»
Francisco Montfort Guillén
14 de marzo de 2012
alcalorpolitico.com
Las sociedades cuentan con su propio genoma. Es la cultura. Ella produce en los seres humanos las condiciones biofísicas necesarias para adaptarse al medio ambiente y asegurar su reproducción. La cultura introduce en las personas, como alimentos, los productos más relevantes de su entorno, es la actividad que crea normas, costumbres, tradiciones que nos singulariza por grupos sociales en comunidades locales y en sociedades hoy llamadas naciones, que da visibilidad a obras valoradas como artísticas en los ámbitos de la creación literaria y estética, que crea ciencias y tecnologías para producir bienes y servicios y genera mitos, leyendas, religiones, que construye, en fin, organizaciones estables de poder que denominamos Estado.
 
La reproducción de las sociedades requiere del genoma social llamado cultura para mantener su cohesión y defenderse frente a las amenazas externas. Su socio-centrismo es fundamental para distinguirse de otras sociedades y mantener el dominio sobre sus espacios geofísicos y sus bienes naturales. Su genoma cultural la ayuda a conservarse y le permite evolucionar. La cultura enmarca, en consecuencia, la relación dialógica de innovación/conservación que es la clave de la supervivencia de los seres humanos.
 
El aparato de comando llamado Estado es el responsable de generar y cuidar que no se desborden los límites del conservadurismo y de la innovación. Lo hace por diferentes medios, uno de los cuales juega un papel determinante: la educación escolar, desde el jardín de niños hasta los niveles de doctorado. Pero este aparato de control y dominio se auto-instituye como la cabeza de la sociedad y se autonomiza generando su propio egocentrismo, mediante un conjunto de reglas, normas, leyes, pruebas de vida y el manejo de la riqueza nacional. Su propia reproducción adquiere una dinámica de auto-supervivencia, aunque la presenta como si fuera la sobrevivencia de la sociedad misma a la que domina.
 
Por estas y otras circunstancias el cambio cultural de una sociedad suele ser lento, difícil: abre el conflicto entre las fuerzas innovadoras y las fuerzas conservadoras. El cambio cultural se desenvuelve como una espiral, con sus movimientos circulares que ascienden y descienden. Si estos periodos son muy largos, determinan la visión de generaciones enteras. Piénsese, por ejemplo, en la cantidad de mexicanos que nacieron, vivieron y murieron durante la hegemonía del partido único. Todos ellos tuvieron razones para pensar en la inmortalidad del PRI. Y los que conocimos las mismas experiencias, pero seguimos con vida, hemos conocido al menos tres grandes etapas: el esplendor del Estado priista, la breve temporalidad de su transformación parcial y su retorno en ciernes al poder presidencial.
 
El cambio social nunca se produce por sustitución plena. En el cambio cultural la construcción es piramidal, como en las construcciones prehispánicas: las bases nunca desaparecen, sustentan las nuevas fachadas, pero mantienen su influencia y en ocasiones son rescatadas a propósito por los grupos de poder. Es el caso del cambio político en México, al que creíamos definitivamente democrático, a-priista y moderno aunque en realidad el régimen político siempre ha mantenido la esencia que le dio origen: el desprecio e incumplimiento de la ley, el autoritarismo, la inoperancia del Poder Judicial, la casi inexistencia de la procuración de justicia y de la seguridad pública; la enorme corrupción y la extensa y dolorosa impunidad.
 
Nuestra cultura política tiene un gran componente de necrofilia. Ha creado una simbología de la muerte que permean sus celebraciones y su imaginario. Primero fue la «Pata de Santa Ana». Después la «Mano de Obregón». Más tarde los monumentos a la Independencia y a la Revolución, repletos de cadáveres ilustres. Ahora el orgasmo parece provenir del contacto con el cadáver del presidencialismo priista, al que se busca revivir por todos los medios. Agustín Basave lo expresa así: «Conservamos en formol un presidencialismo anacrónico… Y en las cúpulas partidistas y en el imaginario colectivo persiste la inercia de ver al presidente como el factótum cuyo poder lo moldea todo…» (La veda y los ruidos del silencio, El Universal, 9/III/2012).
 
En 1997 llegó a su fin el régimen auténticamente priista de la Revolución, con la instalación de la Cámara de Diputados sin mayoría priista. En 2009 el PRI volvió a tener mayoría en dicha cámara. En todo este tiempo no ha sido posible construir un nuevo régimen. Una generación de mexicanos ha vivido bajo la impotencia de su clase política para producir un verdadero cambio social. Muchos políticos y analistas recurren al simplismo, a la simplificación y el reduccionismo de culpar de este fracaso a una sola persona (el bicéfalo «Vicente Calderón»). Jamás valoran en el análisis el obstruccionismo del PRI, originado por haber perdido lo que consideraban su eterno patrimonio privado, ni el obstruccionismo del PRD, dolido y emberrinchado por la derrota en 2006.
 
Macario Schettino lo dice de esta manera: «En el primero (de los casos) porque el PRI no entendió su derrota; en el segundo, porque el PRD no aceptó la suya. Por eso llevamos 15 años en el proceso. Una generación que hay quien llama fracasada, de manera injusta. Por las características del viejo régimen, especialmente su fuerte presencia ideológica, no creo que hubiese otro camino que el que seguimos. Entre los países que han vivido una transformación partiendo de un régimen con una fuerte ideología, ninguno ha logrado aún construir un régimen democrático. No es un proceso trivial». (Coalición y nuevo régimen, El Universal, 9/III/2012).
 
México empieza a sumergirse bajo los delirios del «Efecto Vodka». Como la rusa, la sociedad mexicana no puede dejar su patológica dependencia respecto al autoritarismo del absolutismo republicano. Los rusos reinstalaron en el poder a un partido y a unos hombres fuertes. Vladimir Putin es de apariencia moderna, pero educado en el más rancio sovietismo. Lo han conseguido mediante votaciones, que no existían en el régimen de los soviets. Mejoraron su aparato electoral, pero en las últimas elecciones dieron muestras de haber aprendido las mejores técnicas de manipulación de los votos que patentizaron los priistas en nuestro país, hoy adoptadas por todos nuestros partidos, aunque su maestría excepcional se sigue ejerciendo con los gobiernos priistas. O sea: los rusos optaron por lo mismo, pero con una cara nueva. Por pudor, Vladimir Putin tiene su propio PANAL o Partido Verde, aunque el Partido Comunista todavía se coloca en el segundo lugar de las votaciones.
 
El factor a explicar es el re-fortalecimiento del PRI. ¿Cómo lo hizo? En realidad nunca desapareció físicamente y del imaginario colectivo de los mexicanos. Mantuvo enclaves con numerosos votantes y muchísimos recursos financieros y operativos destinados a las elecciones, cuestiones fundamentales en los estados de la república que gobiernan; nunca realizó su autocrítica y menos promovió la renovación ideológica de su organización ni la generacional de sus dirigentes. Creó un nuevo mito para cohesionarse y fortalecer sus principales cualidades partidistas (la disciplina, la unidad); el mito de su carácter de partido imprescindible para el gobierno la sociedad mexicana, lo reconstruyó haciendo creer a militantes, simpatizantes y diletantes electorales que en las elecciones de 2000 y 2006 la sociedad únicamente lo había castigado temporalmente, por adoptar políticas neoliberales, pero que nunca dejó de quererlo y de creer en sus capacidades, en su superioridad para gobernar este pueblo de irredentos, indisciplinados y corruptos ciudadanos.
 
Desde 1997, el PRI es el primer partido que obtiene mayoría en la Cámara de Diputados y con su fuerte equipo de senadores tuvo en sus manos, desde 2009 a la fecha, la posibilidad de realizar las reformas que, dicen ellos mismos, necesita el país. Su poder lo utilizaron para obstruir las iniciativas presidenciales, aprobando al ejecutivo las menos relevantes, de manera incompleta y tardía. Su segundo paso en el «Efecto Vodka» consistió en crear un candidato figurín, que gana adeptos sin comprometer ideas de cambio y renovación y, en general, ninguna idea. A cambio ofrece un voluntarismo férreo para reconstruir un gobierno eficaz, es decir no un gobierno competitivo y productivo, sino un gobierno que sea capaz de hacer cosas por encima de cualquier obstáculo, empezando por dejar de lado las leyes y alimentando la maquinaria de la corrupción, cooptación y chantajes, como fue demostrado en el estado de México.
 
«La foto de fotos de Mitofsky» señala que en el análisis conjunto de todas las encuestas, el resultado promedio arroja las cifra de preferencias electorales siguientes: «Peña Nieto: 47.0, Vázquez Mota: 31.3 y López Obrador: 20.7. En el promedio se registra una ventaja de 15.7 para peña Nieto sobre Vázquez Mota y de 10.6 de Vázquez Mota sobre López Obrador». (Héctor Aguilar Camín, Milenio, 6/III/2012). He aquí las piezas para comprender el fenómeno que vivimos: el regreso formal a Los Pinos del Putin mexicano, apuntalado con la presidencia en la Cámara de Diputados, de Manlio Fabio Beltrones y en la Cámara de Senadores, la presidencia de Gamboa Patrón.
 
No se trata del regreso al sistema de partido único y del presidencialismo meta constitucional. Es la construcción de un nuevo refugio de absolutismo republicano, eficaz en los resultados, deficiente e ineficiente en los procesos, en el que los mexicanos que se sintieron desamparados por el debilitamiento del autoritarismo de Estado, puedan volver a sentirse protegidos, aún de sus propias libertades. Colmarán los mexicanos un vacío cultural, descenderá la espiral de la autoconfianza individual, del deseo y voluntad de cambio. Es el turno del conservadurismo y del proteccionismo clientelar del estatismo. Así amanecerá la sociedad mexicana después del día de elecciones: Enrique Putin Nieto como presidente.

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