icono menu responsive
Columnas y artículos de opinión
Deliberación
En México la verdad es la principal sospechosa
Francisco Montfort Guillén
21 de marzo de 2012
alcalorpolitico.com
¿Cómo construye una sociedad sus valores, los principios comúnmente aceptados que norman las conductas de sus miembros para tener una convivencia armónica, corregir desviaciones, castigar violaciones a dichos valores y normas? Para responder esta acuciante pregunta, Cornelius Castoriadis escribió diferentes ensayos. En el fracaso de instituir valores, el filósofo griego-francés veía la inviabilidad de consolidar la democracia moderna. Pero instituir valores, lograr interiorizarlos es una tarea colectiva central para toda sociedad. En las democracias, requiere la participación activa de los ciudadanos. En las sociedades modernas de masas, y por esta misma condición, restringidos los ciudadanos en sus posibilidades de participar directamente en el ágora en la redacción de leyes, éstos deben conformarse con las acciones de sus representantes populares, diputados y senadores, y con las contribuciones de algunos ciudadanos y grupos interesados, que disponen de conocimientos especializados, aunque su participación sea restringida, delimitada a sólo algunos temas, de acuerdo a su interés o a la afectación o expansión de sus derechos.
 
La realidad mexicana, más rica y controvertida que las obras de la más febril de las mentes surrealistas, nos ofrece una experiencia envidiable a quienes vivimos este momento. Ahora que arrecian las descalificaciones más escandalosas sobre los gobernantes de todos los partidos, que los agoreros del desastre nos anuncian el fin de la sociedad mexicana que requiere, por esta razón y con urgencia de la llegada al poder de un salvador, en estos momentos de desánimo por la violencia de las bandas criminales, esos mexicanos marginales y marginados, integrantes de la sociedad civil aunque nadie quiere reconocerlos como tales, en este hoy que alberga las quejas de bancarrotas económicas nacionales inexistentes pero con lamentos, esos sí, muy escandalosos, cuando todo, nos dicen, que es oscuro y que la luz sólo llegará con la nueva alternancia en la presidencia de la república, en estos momentos la sociedad mexicana vive un intenso episodio de institución de nuevos valores.
 
Para todos aquellos profetas del fin de la civilización mexicana resulta inexistente el esfuerzo de algunos mexicanos en torno a la creación de valores, normas y leyes que además de novedosas, pretenden modificar una enorme contrahechura de nuestra cultura. Las reformas constitucionales que declaran formalmente laica nuestra república están siendo aprobadas mientras, al mismo tiempo, son aprobadas otras reformas que apuntan hacia el complemento de esta inteligente decisión. Con el mismo rango adquieren relevancia las ampliaciones y precisiones de las libertades de conciencia, de convicciones, de religión. Dejando de lado los detalles de técnica jurídica que algunos expertos han cuestionado, y las posibles consecuencias que estas reformas puedan traer consigo, la cuestión a destacar es que estamos viviendo una experiencia de instituir valores, es decir, de convertir en instituciones nuevos sustentos para regir nuestra vida individual y colectiva.
 
De igual modo, y no per accidens, en estos momentos se escenifica un vivo e inteligente debate sobre nuestro sistema de justicia. Haciendo a un lado, por salud mental y política, las notas que pretenden erigir el cadalso para quemar en leña verde al secretario federal de seguridad pública, la decisión de uno de los magistrados de la Suprema Corte de analizar críticamente y poner a debate la correcta aplicación y funcionamiento de nuestras leyes y conductas, en la procuración y administración de la justicia, ha provocado un caso paradigmático de debate nacional sobre el gran ausente en nuestra llamada transición democrática: el Estado de derecho, aplicable, vigente y competitivo. Todos los estudios nacionales e internacionales sobre la competitividad institucional de México señalan, sin equívocos, la enorme debilidad del sistema de justica en el país. Y sin leyes bien elaboradas y ciudadanos que las cumplan de manera escrupulosa, no puede existir ni democracia, ni desarrollo ni modernidad.
 
Por el momento me interesa destacar que, independientemente de los resultados de las reformas y de la solución del caso de Florence Cassez, la sociedad mexicana está inmersa en un debate que involucra a la moral (no la que da moras o sirve para una chingada, según la cínica sentencia del viejo y difunto cacique Gonzalo N. Santos), y a la ética pública y privada. Más aún, todos estos factores juntos abren una gran interrogante: ¿puede una sociedad educada en la mentira, por parte de sus élites políticas, religiosas y empresariales aspirar a comportarse de acuerdo a la verdad? ¿Seremos capaces los mexicanos de instituir la verdad como un valor real, una norma social y una práctica legal en nuestra cotidianidad?
 
En nuestra sociedad la mentira es un valor. Es un importante referente de comportamiento. Frente a los permanentes y eternos engaños diarios de nuestras élites, que pretenden ocultarnos la verdad de las realidades que vivimos, los mexicanos mentimos en casi todos nuestros actos. La mentira de los ciudadanos ha sido convertida en un mecanismo de autodefensa para sobrevivir en este juego de espejos de las mentiras de funcionarios y políticos, de líderes religiosos, de líderes empresariales. Nos defendemos del engaño permanente con más mentiras, no con verdades.
 
Llegamos a considerar esta acción como un oficio del diario vivir, y nos escondemos detrás de las mentiras, llamando a algunas de ellas «mentiras piadosas». De ahí la vieja sentencia de que en México la verdadera revolución consiste en decir la verdad. ¿Qué tanta verdad somos capaces de resistir? En México no lo sabemos, pero sí tenemos la certeza de que la mejor forma de combatir a los poderosos caciques de las universidades, escuelas, gobiernos, empresas, poderes públicos consiste en divulgar, en algún momento, la verdad sobre sus acciones, conductas, vicios.
 
Las reformas constitucionales recientes aprobadas por diputados y senadores, y las acciones de la Suprema Corte se sustentan en una base ética (reforzamiento de la laicidad, ampliación de las libertades ciudadanas, apego riguroso y ético a las leyes y sus procedimientos de ejecución), que pretende mejorar nuestras conductas, comportamientos, valores. Otorgarán estabilidad y tranquilidad social si somos capaces de admitir que por el camino actual no existe salida para nadie, y que la mejor, por civilizada, es la vía de participar en la acción de instituir nuevos valores, o simplemente valores que permitan mejorar nuestra convivencia. Por el momento, nuestra única certeza es que somos una sociedad de mentirosos, que nos gusta auto-engañarnos y engañar a los demás (familiares, parejas sentimentales, amigos, al fisco, a la policía; y a las autoridades, tanto como ellas nos engañan a nosotros) y que todo el sistema de justicia de México está en ruinas a causa de las mentiras como cimiente de la convivencia social y a causa de la falta de valores que rijan sus acciones. Para la sociedad mexicana, toda verdad es sospechosa. Confiamos en los mentirosos, porque los tratamos igual. Parecemos movernos sobre las premisas de un viejo bolero: Miénteme más/que me hace tu maldad feliz.

[email protected]