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Columnas y artículos de opinión
Deliberación
Sin derecho no hay paraíso
Francisco Montfort Guillén
28 de marzo de 2012
alcalorpolitico.com
La democracia no es sólo el traslado de la soberanía de la cabeza del rey a las cabezas de los ciudadanos. Tampoco, centralmente, el sufragio efectivo, universal y libre. El fin de la arbitrariedad de un mal soberano y de la manipulación de la voluntad popular emitida con votos no da fin a la idea de democracia. De la misma manera, la división de poderes, el acuerdo en la distribución de las partidas presupuestales conformadas previamente con las contribuciones proporcionales y equitativas de los ciudadanos no agotan el concepto democrático del sistema político y de gobierno.
 
Todas estas cuestiones, y muchas más, tan indispensables para caracterizar lo que requiere un sistema de gobierno para ser denominado democrático tienen un denominador común. Esta base, insustituible, consiste en instituir los valores, normas y costumbres en instituciones o, más precisamente, en leyes. Contra la arbitrariedad del soberano, del presidente, del primer ministro, de los gobernadores, presidentes municipales; contra las arbitrariedades de los cuerpos de seguridad ciudadana y soberana; contra las corrupciones de autoridades y ciudadanos; contra las ineficiencias, ineficacias e incompetencias de políticos, funcionarios y servidores de los servicios públicos, gubernamentales y de los que trabajan para empresas privadas o de orientación social; en otras palabras, todas las actividades que afectan a los ciudadanos integrantes de una sociedad requieren estar protegidas por leyes y por ciudadanos y autoridades sometidas al cumplimiento de dichas leyes.
 
Esta es la causa de la sobrerregulación de las actividades y funcionamiento de las sociedades modernas. Desde luego, no todas las leyes marcan condiciones por sí mismas. Se requiere que los ciudadanos se vean involucrados en determinadas actividades para que entonces queden bajo la jurisdicción de determinadas leyes y reglamentos. Lo que debiera estar claro para todos es que la única manera de convivir en sociedad es respetando todas las leyes, sin importar la condición social, económica, política y las actividades profesionales públicas o privadas que desempeñen los miembros de las sociedades.
 
El Estado contemporáneo, sea laico o religioso, democrático, totalitario o autoritario está presente en todos los ámbitos de la vida humana, ya individual, ya social. Regula la reproducción biológica, la vida sexual, la vida amorosa e influye en nuestras formas de vida, de pensar, de protegernos, de expresarnos, de viajar, de estudiar. La mayor eficacia y eficiencia del Estado está menos en la profusión de leyes y más en el establecimiento y reproducción de las conductas humanas mediante la cultura. Si existe el acuerdo y el compromiso de aceptar y cumplir con las leyes básicas, el resto de los ordenamientos serán cumplidos de acuerdo a las circunstancias. En México vivimos bajo la enorme lápida de la proliferación de leyes y reglamentos y el desorden del incumplimiento de las mismas sostenida por la cultura de las conductas por encima o sin arreglo a la legalidad.
 
Si el caso de Florence Cassez se ha convertido en un hito nacional es menos por nuestra aspiración a vivir bajo los imperativos de un Estado de derecho y mucho más por el morbo de la venganza, el desquite por las afrentas cotidianas que la sociedad mexicana sufre a causa de nuestra cultura, civil y política, de violaciones a las leyes y la impunidad a quienes las incumplen. Sobre todo el llamado Círculo Rojo de la prensa del Distrito Federal y de todos aquellos comentaristas de medios que buscan cualquier pretexto para enjuiciar y desacreditar a las autoridades contrarias a sus afinidades. Han establecido una patológica neurosis que los conduce a formar hogueras para quemar en ellas a las autoridades, a los políticos que les desagradan, a proponer tribunales de opinión que se erigen en jueces de las verdades y lo políticamente correcto. Confunden el ejercicio de la crítica con el desahogo de frustraciones personales o con el pago de favores recibidos, de presiones de poderosos personajes de todo tipo.
 
Ninguno de estos críticos ha querido recordar que fue gracias al «debido proceso» que un tribunal en Chihuahua, iniciando los juicios orales, dejó en libertad al asesino culpable de la muerte de su esposa. Este mismo inculpado cobró venganza en contra de la madre de la primera víctima, pues en su afán de exigir justicia, se convirtió en militante de la defensa de los derechos humanos de las víctimas. En ambos casos, resulta imposible salir en defensa de las instituciones de seguridad y de procuración de justicia. Ni en el ámbito federal ni en el estatal, en todo el país, se cuenta con instituciones confiables y competitivas en las tareas policíacas, de investigación y de impartición de justicia.
 
Lo más importante a destacar, sin considerar el meollo jurídico del asunto, campo especializado legal especializado, es la reacción social y mediática sobre el asunto Cassez. Fueron mayoría los que exigían su libertad inmediata sustentando sus juicios y exigencias en proporcionar un castigo ejemplar al actual secretario de seguridad federal. Los menos solicitaban mesura, reconociendo que las torpezas de la investigación no invalidara el castigo sobre los delitos cometidos. El asunto Cassez fue convertido en una cruzada por los justicieros, los reivindicadores. Querían remediar una injusticia con otra injusticia. Pocos reflexionaron que para cambiar el estado de cosas que prevalecen en el complejo policías-investigadores-ministerios públicos-jueces-carceleros de México se requiere algo más que un castigo ejemplar a quienes son pésimos funcionarios.
 
En una entrevista que realicé a Alain Touraine, pensador universal que conoce bien la realidad mexicana, me dijo un par de cosas que me conmocionaron y que tal cual publiqué en el diario Política. Una, me advertía, era que los mexicanos son, según su perspectiva, los seres humanos más violentos de América Latina, y que esconden sus agresividad en las formas más dulces y corteses de este espacio del Continente Americano. La otra, que fue para mí una revelación mayor, consistió en mostrar su escepticismo sobre la transición democrática de México. Sus dudas surgían de la constatación de que el verdadero poder de los ciudadanos, que es el Poder Judicial, el garante del Estado de derecho, en nuestro país era propiamente inexistente. La transición puede convertirse en una pesadilla, si no reparan esta enorme falla, me dijo. Y en esta pesadilla estamos. El paraíso mexicano por todos tan deseado, requiere con urgencia poderes públicos competitivos, no sólo el Ejecutivo, sino así mismo, el Legislativo y sobre todo el Judicial. Una realidad menos adversa para todos los mexicanos, exige mejores abogados, mejores legisladores, mejores leyes y mejores instituciones. Sin estas condiciones no puede haber bienestar colectivo. Sin derecho, pues, no tendremos entrada al paraíso de la modernidad y el desarrollo basados en la democracia.

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