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Columnas y artículos de opinión
De Interés Público
Escepticismo ciudadano y abstención
Emilio Cárdenas Escobosa
30 de marzo de 2012
alcalorpolitico.com
A tres meses de la elección federal, justo al iniciar las campañas políticas, cuando los sondeos y estudios de opinión muestran un crecimiento notable del porcentaje de indecisos que no saben por quién votar de los candidatos a la presidencia de la República, comienzan a escucharse voces que cuestionan si vale o no la pena participar en las elecciones del ya cercano 1 de julio, habida cuenta la pobreza de las opciones a elegir, en términos de un auténtico cambio de rumbo ante los graves problemas que enfrenta nuestro país.

La reflexión, válida en cualquier régimen democrático, tiene como fondo una cuestión de confianza. ¿Existe realmente desconfianza en nuestra democracia o la distancia crítica tiene que ver más bien con la pésima imagen que tienen en el imaginario colectivo los partidos políticos, sus candidatos y la clase política en general? O dicho de otro modo, ¿creemos en las reglas del juego de la democracia pero no en los jugadores? Si no se ha perdido la confianza en lo primero estamos del otro lado, porque lo segundo tiene remedio y éste estaría en utilizar nuestro voto para premiar o castigar a quienes no cumplen lo que ofrecen o en dar la oportunidad a nuevos actores y fuerzas emergentes.

Desde hace años es sabido que en cuanto estudio demoscópico se hace sobre percepciones ciudadanas respecto a cultura política y calidad de nuestra vida democrática, quienes se llevan la peor parte son los políticos –sea como autoridades o legisladores- y, desde luego, los partidos que los postulan.


Esta percepción de la gente es explicable porque es cada vez más ostensible que las organizaciones políticas transitan en sentido contrario a los intereses reales de los ciudadanos, que sus preocupaciones se orientan a asegurar cuotas de poder y el cuidado de intereses de camarilla en sus sucesivas participaciones electorales, mientras que una vez que pasan los comicios, que se instalan gobiernos o congresos, la gente no aprecia una mejoría palpable en su vida cotidiana, es decir, que persisten la pobreza, la inseguridad, la desigualdad, la corrupción e impunidad y, desde luego, las recurrentes crisis económicas. La ciudadanía concluye entonces que elección tras elección es engañada y esto, obviamente, erosiona la confianza de la población en la democracia y en las principales instituciones. Estamos pues ante un déficit de resultados.

Las dificultades económicas, con sus secuelas de pobreza y marginación, y ahora la exhibición palmaria de corrupción, impunidad y abuso de poder en diversos episodios recientes de la política nacional y estatal, hacen aumentar ante la ciudadanía los cuestionamientos a que se somete a la democracia y llevan a muchas personas –no sin razón- a preguntarse si vale la pena participar electoralmente. El hartazgo ciudadano ante la feria de corruptelas, cinismo, ineptitudes y rapacidad de la clase política hace que comience ya a hablarse de que lo mejor es quedarse en casa o anular el voto para rechazar de esa manera a todo el aparato electoral y sus actores.




El desencanto de la gente respecto a los políticos es mayúsculo y ante la proximidad de las elecciones llama la atención el desinterés de amplias capas de la población por involucrarse en el tema. Se escucha con frecuencia que no se sabe a cuál de los candidatos irle, porque al final “todos son iguales”. Curioso ese estado de ánimo de hoy que palidece ante la efervescencia que se vivía hace seis años; a estas alturas del partido en 2006 las pasiones estaban a tope y al arranque de las campañas electorales no había reunión familiar o encuentro de amigos en los que no se discutiera ardorosamente sobre las bondades del candidato favorito. Hoy todo se ve distinto; quizá el desencanto proviene de que hay un puntero, el priista Enrique Peña Nieto, al que se aprecia difícil de alcanzar y que no entusiasma tanto por su oferta como porque es lo menos peor que hay frente a la eventual continuidad panista, amén de que al candidato de las izquierdas, que eventualmente impulsaría un cambio verdadero, parece que no le alcanzará el tiempo para remontar su tercer lugar en las encuestas. Muchos ya dicen –como era común escuchar hace varias décadas- que para qué votar si de todos modos ganará el PRI.

Es cuestionable que individuos u organizaciones estén dedicados a promover la abstención. Se argumenta, con razón, que las instituciones y el andamiaje legal en que se sustenta nuestra forma de gobierno no son propiedad de unos cuantos sino que son patrimonio de los ciudadanos, y que lo que debe hacerse es sufragar para fortalecer e incluso ir al rescate de la institucionalidad democrática que tanto ha costado construir. No obstante, lo paradójico del asunto es que son los habitantes de ese mundo de saqueos, impunidad, despilfarro y complicidades en que han convertido la función pública, los auténticos y más fervientes promotores de la abstención: la partidocracia, los gobernantes corruptos, los legisladores venales y los servidores públicos que solo se sirven a sí mismos.

¿Qué hacer? Que cada quien actúe según sus convicciones, pero algo sí es seguro: si no votamos seguiremos abonando a que las cosas sigan igual. Hay que votar, tomarse la molestia de acudir a la casilla y optar por algo, pero hay que ir a las urnas. Votar pero exigiendo cuentas. Esa debe ser la consigna.


Definitivamente no podemos dejarles solos. La política es una cosa tan seria que no se puede dejar, por conformismo o agotamiento, solo en las manos de los políticos depredadores de nuestro Parque Jurásico.

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