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Columnas y artículos de opinión
Prosa Aprisa
Don Agustín; su estilo muy personal
Arturo Reyes Isidoro
13 de abril de 2012
alcalorpolitico.com
Dijo ayer por la tarde, y lo dijo bien, el Procurador Amadeo Flores Espinosa, que seguramente a don Agustín Acosta Lagunes no le hubiera gustado del todo la solemnidad del acto con el que se le recordó en el primer aniversario de su fallecimiento. “Tal vez, como homenaje, nos hubiera preferido trabajando”. Eso. Pero, además, no se hubiera quedado con las ganas y a todos hubiera corrido. Quién mejor que Amadeo para hablar a nombre del Gobierno del Estado: fue el Secretario de Gobierno y lo conoció como pocos.
 
A la distancia, hoy puedo considerar una distinción y un privilegio haber llegado a trabajar por primera vez al Gobierno del Estado durante su administración. Haber ido también por primera vez como jefe de Prensa al PRI estatal con Ángel Leodegario Yayo Gutiérrez, a quien con su voto de calidad había decidido que fuera el presidente del Comité Directivo Estatal. Pero fue en la entonces Jefatura de Prensa del Gobierno estatal donde conocí su estilo de trabajar y mucho de su personalidad. Era difícil, como lo dijo ayer también su propio hijo Agustín. ¡Vaya que si era difícil!, pero también muy generoso con quien trabajaba de veras.
 
A don Agustín nadie lo conocía prácticamente en Veracruz cuando nos cayó como candidato a gobernador, que entonces, sin oposición, equivalía a ser ya gobernador. En un caso muy parecido al actual Ejecutivo, llegó al poder sin antecedentes partidistas, es decir, sin haber hecho talacha ni haber ocupado cargo alguno ni siquiera como miembro de algún seccional. Vino como una imposición de su amigo José López Portillo Presidente pero con quien había fortalecido amistad cuando éste había sido secretario de Hacienda.
 
Desde su campaña dio muestras ya de lo que sería su estilo de gobernar. Era mordaz hasta el exceso, antisolemne. Lo caracterizaba la ironía, a veces el sarcasmo, acaso más esto último, lo que le valió el mote de “don disgustín”. Pero a veces no es que estuviera enojado, sino que se hacía el enojado, porque eso le divertía, pero además con ello se burlaba de los rituales del sistema priista, de los discursos zalameros, demagógicos, rolleros, empalagosos; de las genuflexiones de los políticos a los que a veces no aguantaba pero toleraba.
 
Sin duda era un hombre culto y bien informado (el Museo de Antropología es el mejor reflejo de ello, y a su despacho le llegaban todos los días desde la ciudad de México diarios en inglés y francés, como The Wall Street Journal, The Washington Post, The New York Times o Le Monde, por citar solo algunos, que por supuesto leía), formado en otra cultura, burocrática, ajena al grillerío priista al que estábamos acostumbrados, un hombre que se divertía con nuestra prensa y que no tenía empacho en decir de frente las barbaridades que escribía o lo mal que escribía al periodista que fuera. Como tampoco temía enfrentarse al más poderoso que fuera, como lo hizo con quien entonces era un santón casi intocable del periodismo, don Rubén Pabello Acosta, propietario y director del Diario de Xalapa, con quien tuvo un serio incidente al hacerle un reclamo en Acayucan al inicio de la campaña y que les valió la enemistad para siempre.
 
Impolítico priista o partidista como era, cómo recuerdo, por ejemplo, que decía, allá adentro, que a la Liga de Comunidades Agrarias había que ponerle una bomba (hablaba metafóricamente del edificio) y desaparecerla, pues no servía para nada, y como argumento preguntaba si en los Estados Unidos o en Rusia había Liga, y cuando se le respondía que no, resaltaba que sin embargo eran los mayores productores de granos en el mundo.
 
Era un hombre al que le gustaba también la eficacia. A mí me tocó padecer, pero aprender también lo que es la disciplina y el cumplimiento del deber –porque Yayo Gutiérrez me dejaba de guardia siempre que se iba a su casa en Acayucan, que eran los sábados, domingos y días festivos de todo el año–, lo que era estar al pie del cañón. Por ejemplo, levantar el auricular de la red, a la hora que fuera, cuando sonara por primera vez porque no se permitía que sonara dos veces ya que eso equivalía a no estar atento ni pendiente. Pero a los secretarios de despacho, subsecretarios, directores y jefes, los traía cortos. Así, todas las mañanas, muy temprano, ponía a su secretaria privada (ojo, gobernador Javier Duarte) a marcar por la red a todas las oficinas para checar si ya habían llegado los titulares, y hay de aquel que no lo hubiera hecho, porque sufría las consecuencias.
 
No obstante su colaborador de segundo o tercer nivel, en el trajín diario del Gobierno preferí estar lo más lejos de él porque, por ejemplo, en la Sala de Banderas veía cómo dejaba con la mano tendida a alguien porque tuviera un mal informe de él aunque no le constara. O como era con los políticos, cómo cuando –ya lo he escrito otras veces– un día negó una audiencia ya acordada al entonces joven diputado federal Héctor Yunes Landa porque le dijo que estaba muy gordo y que así no podía ser diputado; que bajara de peso y que entonces volviera y lo recibiría, como hizo.
 
Pero fue un buen gobernador, sin duda alguna: constructor como pocos, austero, ahorrativo, buen administrador, puntual, eficaz, promotor de la cultura también como pocos, enemigo de los rollos lisonjeros, de la mentira y del engaño. Muchas cosas positivas lo distinguieron como gobernador, como recordó ayer tarde-noche Amadeo Flores. Pero lo que más destacó, creo yo, fue su don de administrador. Previsor como era y fue, vio venir una terrible crisis económica y desde el primer día de su administración se puso a ahorrar. La debacle llegó y obligó al presidente López Portillo a devaluar el peso y sumió al país en una crisis que motivó que miles de mexicanos se suicidaran al quedar en la ruina de un día para otro. Veracruz fue el único estado que tuvo dinero y que le prestó –caso único en la historia del estado– dinero al Gobierno Federal para que hiciera obra en la entidad.
 
Asistí ayer al acto en que se le homenajeó. En lo personal, pese a lo difícil que era, conmigo tuvo un trato especial, presumiblemente me atrevo a pensar que producto de mi trabajo. Cuando dejó el gobierno me invitaba a su casa en Las Ánimas y en su estudio me aconsejaba sobre qué temas escribir. A mi modesta casa me llegaron siempre, año con año, las cajas de mango manila de su rancho, los libros –guardo como un tesoro el libro El espejo enterrado de Carlos Fuentes, en su primera edición en inglés, con dedicatoria suya, así como otros documentos que me dirigió para ilustrarme más sobre los temas que escribía– y cada vez que venía de visita enviaba al hoy magistrado José Luis Salas Torres a buscarme para que lo fuera yo a acompañar.
 
Por supuesto, me dio gusto ver bastante bien a doña Esperanza Azcón, su esposa, una mujer también muy culta y políglota con don Agustín, pero con una gran sencillez, y, claro, a su hijo Agustín. Ya son parte de la historia, de la historia de la que se debe aprender.