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Columnas y artículos de opinión
Ricardo Ramírez Espinosa
Guillermo H. Zúñiga Martínez
14 de abril de 2012
alcalorpolitico.com
En el año de 1974, para la Dirección General de Educación Popular era verdaderamente importante elegir a los inspectores escolares. En aquel entonces la atribución correspondía al Director General porque se consideraban personal de confianza, lo cual significaba dotarlos de amplias facultades para garantizar la buena marcha de las instituciones educativas que funcionaban en su jurisdicción. Tenían que buscarse con lupa y tomar en consideración varios factores: preparación profesional, trayectoria, vocación de servicio, prestigio regional y estatal, experiencia pedagógica y, lo fundamental, ética en el desempeño de sus funciones. Estos elementos originaron que en el periodo sexenal que arranca en 1974 y culmina en 1980 durante el gobierno del distinguido e ilustre Gobernador de Veracruz, don Rafael Hernández Ochoa, se haya conformado -sin lugar a dudas- uno de los más sobresalientes grupos de servidores públicos vinculados con el desarrollo de las actividades culturales y formativas en la entidad.

Al analizarse el caso de Chicontepec -tierra de hombres inteligentes, políticos connotados como don Adalberto Tejeda Olivares, educadores y escritores como Carlos y Miguel Bustos Cerecedo, pueblo lleno de tradiciones y riqueza histórica-, empezaron a surgir nombres para ocupar tan importante cargo en esa parte serrana de Veracruz. Un grupo de colaboradores mostraron currículos, hablaron de mujeres destacadas y maestros que sobresalían nítidamente en el concierto humano de aquellas latitudes; cuando brotó de manera muy natural el nombre del maestro Ricardo Ramírez Espinosa, normalista espléndido que reunía todos los requisitos que se podrían exigir para ser el responsable de la educación de la región, sin titubeo alguno tuve el privilegio de hablarle para suplicarle aceptara ser Inspector General de la zona escolar de Chicontepec, cargo que aceptó por el cariño y las convicciones que tenía para servir a sus semejantes. Fue una época de gloria para la educación en aquella zona porque don Ricardo era hombre comprensivo, afable, sin vicios, extraordinario esposo y padre de familia, honrado a carta cabal y, además, manejaba la didáctica de manera excepcional, conocía planes y programas de estudio, entendía de manera muy clara a sus hermanos de raza porque hablaba con gran soltura y conocimiento el náhuatl, por lo cual resultaba para él sencillo comunicarse con los habitantes de las diversas rancherías y congregaciones donde funcionaban las escuelas. Tenía otras virtudes: no era completamente teórico ni alejado de las necesidades reales de la población; hábil carpintero, en sus ratos de ocio se dedicaba a trabajar en su taller para elaborar muebles.

Traté durante seis años al maestro Ricardo Ramírez Espinosa; me acerqué a él, recibí sus consejos, conocí a su muy apreciable familia, tuve el privilegio de disfrutar, en diversas ocasiones, el techo digno de su casa; también compartí los alimentos en su mesa, conversamos muchas veces, intercambiamos opiniones y puntos de vista; siempre vi en él a un hombre prudente, generoso y con profunda conciencia de su realidad; servidor público excepcionalmente valioso y trabajador hasta el último instante de su vida.


Recuerdo como si fuera hoy que un día le hablé para inferirle una molestia: le pedí me ayudara a elaborar un artículo que me había solicitado Enrique Loubet cuando dirigía la revista del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, cuyo consejo editorial había decidido destinar un número especial al juguete mexicano. Entonces recordé que en la visita que hiciera a estas tierras la distinguida señora Esther Zuno de Echeverría, le mostramos cierto juego prehispánico que conocí en una congregación del municipio de Benito Juárez, por lo que vi bailar por vez primera el trompo de Coachumo, de tal manera que cuando acepté escribir para esta revista única, le solicité al maestro Ramírez Espinosa fotografías en las cuales constara la forma en que los niños izotean el trompo y cómo en las competencias triunfa el que con el mismo izote mantiene mayor tiempo en acción su juguete. Este trabajo fue publicado, como ya lo expresé, en la revista del CONACYT y obviamente le quedé muy agradecido al maestro Espinosa de que haya coadyuvado con un servidor para dar a conocer este juego indígena a nivel nacional e internacional. No olvido que fue el estimado doctor Ramón Ferrari Pardiño quien me presentó con Loubet e influyó para que mi nombre figurara en esa prestigiada publicación técnica y científica.

El destacado educador emprendió el viaje sin retorno la semana pasada. Deja lecciones, ejemplos dignos de admirarse, así como una familia moralmente valiosa que llevará en sus recuerdos la vida extraordinariamente constructiva de un ser humano que ejerció con amor su profesión. Además, señaló caminos que deben transitarse para lograr el progreso y la superación de los pueblos indígenas. Descanse en paz tan valioso mentor veracruzano.

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