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Columnas y artículos de opinión
Historias de Cosas Pequeñas
¡Basta ya!
Juan Antonio Nemi Dib
23 de abril de 2012
alcalorpolitico.com
En octubre de 2007 escribí un artículo: “Transportistas”. Hoy que murieron 43 personas, 25 sufrieron heridas graves y tendrán severísimas secuelas por el resto de sus vidas, que niños quedaron huérfanos, me siento en la obligación de reproducirlo, pues tristemente nada ha cambiado:
 
No apuesto por mis conocimientos de geografía, pero creo que Ciudad Camargo, Chihuahua (la tierra de David Alfaro Siqueiros y Lucha Villa) es uno de los puntos más lejanos al mar del territorio de México: en línea recta, 536 kilómetros la separan del Mar de Cortés y queda a 786 kilómetros del Golfo de México; si la distancia se mide por carretera y no linealmente, el mar se aleja más para los camarguenses, unos 150 kilómetros. Sin embargo, ellos no tienen problema para despacharse unos camarones frescos o un lomo de pescado a la plancha cuando se les antojan.
 
En cualquier supermercado Mexicali se hallan las famosas ‘glorias’ fabricadas en Linares, Nuevo León, aunque la distancia entre esas dos poblaciones es de 1’938 kilómetros lineales. En Ciudad Juárez se pueden comer tacos de cochinita pibil condimentados con achiote procesado en Mérida, a 2’100 kilómetros volando sobre el mar, pero más de 3 mil si el viaje se hace por tierra.
                                                                                                                                     
Alimentos y todo lo necesario para la vida cotidiana como medicinas, ropa, combustibles, fertilizantes, libros y revistas, discos, muebles, materiales de construcción y refacciones, utensilios domésticos, papel sanitario y hasta la aguja y el hijo necesarios para zurcir calcetines rotos, viajan de un lado a otro del país en una dinámica que a simple vista no se percibe pero que apenas se detiene un poco, provoca un enorme caos.
 
Salvo productos muy sofisticados o escasos, gracias a nuestra red de transporte público de carga se puede encontrar casi de todo, en todas partes. Es afortunada la metáfora que llama a las carreteras “el sistema arterial de la nación”; sin exagerar, por ellas transita –como la sangre de un cuerpo humano— la vida del país. México es impensable sin los miles de tráileres, “tortons”, “rabones”, plataformas, tolvas y pipas que van de un lado a otro sin descanso, llevando y trayendo cosas indispensables y permitiendo nuestras actividades diarias como lavarnos los dientes, sacar una fotocopia, inyectarse un antibiótico o disponer de pieles curtidas para fabricar zapatos.
 
Y no se trata nada más de lo que consumimos, sino también de los millones de toneladas de materias primas y mercancías elaboradas que México exporta y que viajan todo el tiempo hasta los puertos marítimos y aéreos desde donde se envían al exterior o hasta las fronteras terrestres que deben cruzar.
 
Por todo ello, hay que decir sinceramente gracias a los permisionarios del transporte público de carga, federal y local. Gracias a los choferes y a sus frecuentemente desatendidas familias, a los mecánicos, a los técnicos de laboratorios diesel, a los “talacheros” que reparan miles de llantas, al personal administrativo de las transportadoras, a los gasolineros, a las refaccionarias, a los lavadores y “macheteros” y a todos los que permiten que esta enorme red funcione, nos alimente y nos permita vivir.
 
Pero… toda esta hermosura transportada es como un amor caro del que nadie quiere hacerse cargo y por ello es indispensable preguntarse: ¿quién responde de las carreteras destrozadas por vehículos con carga que a veces supera las 80 toneladas de peso muerto y que ningún pavimento –ni el más resistente— podría soportar?, ¿quién repone a los muertos y heridos causados por choferes irresponsables, no aptos para su oficio o presionados por sus patrones para conseguir más fletes?, ¿quién absorbe los costos de una economía cuasi monopólica, costos que suelen estar muy por encima de los promedios internacionales y que lamentablemente repercuten siempre en el precio final a los consumidores?, ¿quién asume las consecuencias de la mala logística, de, robo, pérdida y daño de mercancías y las demoras en traslados y maniobras de carga y descarga?, ¿quién evita que los choferes consuman drogas y estimulantes para permanecer despiertos y resistan jornadas extenuantes, aunque eso altere su conducta, baje su rendimiento, los torne agresivos y disminuya sus reflejos, causando accidentes?, ¿quién ataja la gran red de falsificación de facturas y comprobantes fiscales que permite la comprobación apócrifa de gastos en demérito del erario?, ¿quién controla las nocivas emisiones atmosféricas, el ruido y los derrames causados por los transportes de carga mal operados?
 
Algunos discípulos de la teoría de la conspiración sostienen convencidos que la falta de crecimiento y los malos servicios que históricamente ha prestado el ferrocarril mexicano [y sigue prestando] son consecuencia de una política deliberada para favorecer al transporte privado de carga; aunque dicho argumento es excesivo, resulta indiscutible que hoy por hoy –y creo que por muchos años más— México no tiene más opción que sus tráileres, “tortons”, “rabones”, plataformas, tolvas y pipas para seguir viviendo.
 
Está claro que nuestros transportes de carga son estratégicos e indispensables. Entonces hay que voltear a verlos ya, con seriedad e interés, y propiciar una profunda reforma pensada para que realmente funcione y que, si fuera posible, permitiera a todos los involucrados en el transporte de carga ganar aún mucho más dinero del que actualmente obtienen, crear más riqueza y por ende más empleos, pero pensado primero en el interés público y después en sus dividendos.
 
Esos cambios en el transporte de carga tendrán que hacerse respetando la salud y la vida de las personas, protegiendo el medio ambiente, conservando calles, carreteras y equipamiento urbano, elevando la eficiencia de los vehículos para bajar los costos en beneficio de los consumidores y de toda la economía, invirtiendo para modernizar, profesionalizando realmente a los choferes y limitando enérgica y cuidadosamente sus jornadas de trabajo, achicando los volúmenes de carga permitida, controlando adecuadamente el desempeño y mantenimiento de conductores y unidades para garantizar la disminución y gravedad de accidentes, aplicando con certeza las normas para el transporte de materiales peligrosos, evitando las maniobras y “encierros” en la vía pública, respetando, además de los federales, los reglamentos locales de tránsito. En realidad, me doy cuenta de que no hace falta dicha reforma que obligue y castigue a nadie; bastaría la buena voluntad de los transportistas. ¿Es mucho pedir?
 
Hoy han sido 43 muertos en un sólo incidente, pero a lo largo del tiempo suman miles los fallecimientos acumulados por negligencia, corrupción, ambición desmedida, indolencia y, claramente dicho: ausencia de progenitora. Hay muchos responsables. ¿71 personas a bordo de un autobús para 45?, ¿equipos viejos sin mantenimiento y conductores ineptos, cansados y conduciendo con salvajismo?, ¿corridas nocturnas porque ninguno de los vehículos involucrados tenía permisos vigentes?, ¿cuántas exacciones pagaron ambos choferes a las policías antes de llegar a su demoniaco destino?, ¿cuántos policías de caminos vieron ambas unidades y no les impidieron su marcha a pesar de las ostensibles violaciones a decenas de leyes y reglamentos?, ¿quién controla a la “agencia de viajes” que quizá no es más que un parapeto para la emigración ilegal y el tráfico de personas y que contrató al “autobús de turismo”?
 
43 familias enlutadas no son sólo una estadística. Es dolor, dolor irreparable. Es pérdida de todo: de capital humano, de recursos, de confianza. Dirán que es el “costo” de mantener fletes y pasajes baratos pero ni son baratos ni eficientes ni es un costo admisible, en ningún sentido. Si no fuese un gran negocio no habría miles de empresas transportadoras que no cesan de crecer, aunque digan lo contrario, a costa de estas tragedias.
 
¡Basta ya!
 
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