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Columnas y artículos de opinión
A salto de mata
La fundación de Córdoba: otra historia
Gino Raúl De Gasperín Gasperín
1 de mayo de 2012
alcalorpolitico.com
Con motivo del aniversario 394 de la fundación de Córdoba, las autoridades municipales han organizado algunos actos conmemorativos. Estas celebraciones, sin caer en el error de estar viendo siempre hacia atrás, en lugar de ver el futuro, nos permiten tomar conciencia y reflexionar sobre los hechos que, de una u otra forma, han influido en la conformación de una realidad presente. Cuando tenemos duda de hacia dónde vamos, lo mejor es echar una mirada a de dónde venimos, como para tomar piso.

Uno de los actos que se acostumbra repetir cada aniversario, es la realización de una mesa redonda sobre la fundación de la ciudad. En esta ocasión, considero que se tocó el punto más crítico de ese acontecimiento histórico: el motivo, real y verdadero, de la expedición de la licencia virreinal para la fundación.

La versión oficial –y por ello, tradicional y repetida en los actos cívicos, en las escuelas, en los libros que relatan el hecho- acerca de la fundación de Córdoba dice que “fue producto de las tenaces gestiones de los hacendados de Santiago Huatusco (Cuautochco, para diferenciarlo del actual Huatusco de Chicuéllar) ante el nuevo virrey, don Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcazar, para que se creara una plaza que sirviera de valla a los incontables atropellos y asaltos que las diligencias continuaban sufriendo en sus viajes entre México y el puerto de Veracruz por parte de los negros cimarrones, pues los fortines existentes no bastaban para ello”.


Sin embargo, como lo expuso el antropólogo Enrique Aguilar Zapién en esa mesa redonda, hay que entender que las “insurrecciones” de los negros y sus asaltos a las carretas que transitaban entre México y Veracruz fueron antecedentes, pero no podían ser causa suficiente para una medida de tal trascendencia. Los negros cimarrones construían sus palenques en zonas agrestes, montañosas, y cultivaban comunitariamente una variedad de productos que bien podían permitirles subsistir. Sin embargo, eran continuamente asediados por las guardias oficiales y “blancas”, de tal modo que se veían obligados a atacar para defenderse. Por supuesto que esos asedios a sus palenques se justificaban porque, de acuerdo con las leyes, todos los negros cimarrones eran delincuentes, además de que los hacendados buscaban recuperar la inversión que habían hecho al comprarlos, a precios a veces alarmantes. Debe considerarse que el valor de los esclavos representaba hasta el 30% del capital de una hacienda. Por eso, la propuesta –o exigencia, si se analiza bien- del negro Yanga de que se les permita tener su propio pueblo y no depender ya de las autoridades locales, era una posición justa. Él mismo llevaba casi 30 años de huido, y aun no podía vivir en paz. Las “insurrecciones” que se le atribuyen a él y a otros caudillos negros no fueron sino pretexto para agredirlos, perseguirlos, recapturarlos –y servir de escarmiento a otros-, así como para cobrar las recompensas que se ofrecían por sus capturas. Por ello es necesario examinar los hechos con mayor cuidado y contextualizar este acontecimiento de la fundación de la ciudad.

Y esta es la otra historia. El gobierno virreinal estaba en proceso de consolidar el modelo colonial, y colonizar es suplantar una cultura por otra. Y una cultura implica: lengua, religión, estructura social, relaciones de parentesco, estructura y forma de gobierno, regulaciones de deberes y derechos, educación, arte y, por supuesto, estructura económica: unidades y formas de producción, distribución y consumo de bienes y servicios.

La estructura económica del México prehispánico se basaba en la producción colectiva, en el cultivo de las tierras comunales (siguiendo un modo de producción asiático, o “precolombino”, según Hermes Tovar (1974), y el modelo español era de sesgo feudal, que aquí se estaba implantando con algunas variantes (entre ellas, el esclavismo), constituyendo la hacienda su centro y corazón. Y se fundaron, solo en esta región cordobesa, cerca de 30 haciendas azucareras y tabaqueras, para lo cual se requería una fuerza laboral considerable, no solo en su cuantía sino en su resistencia física. Los hacendados se encontraban con una población indígena mermada en cantidad y en espíritu. Las guerras y las plagas ciertamente los diezmaron, pero, como anotan Gonzalo Aguirre Beltrán, Fernando Benítez, Vicente Riva Palacio y José Luis Guerrero, fue fundamentalmente el “trauma de la conquista” la causa fundamental de su aniquilación. Además, estaba la “defensa” que los monjes hacían de los indios, algunas veces, sin duda, ellos mismos horrorizados de las vejaciones que los conquistadores infringían a los indios –recuérdense los “emperramientos”-, pero otras apoyando el reemplazo de su fuerza laboral por la de los esclavos negros, con todas las ventajas que ello suponía para el afianzamiento de las haciendas, del gobierno virreinal y del español. Por ello, la fundación de Córdoba debió formar parte de ese proceso de colonización, como un enclave de sesgo feudal (y esclavista) entre el altiplano y el puerto. Y esta ya es la otra historia.


La escritora nigeriana Adichi Chimamonda dice: “Las historias importan. Las historias se han usado para despojar, calumniar. Pero las historias también pueden dar poder y humanizar. Las historias pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también pueden reparar esa dignidad rota (…) La consecuencia de la historia única es esta: roba la dignidad de los pueblos. Cuando rechazamos la historia única, cuando nos damos cuenta que no hay una sola historia sobre ningún lugar, recuperamos una suerte de paraíso”.

Todavía hace falta mucho para recuperar ese “paraíso”.

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