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Columnas y artículos de opinión
Deliberación
El verdadero peligro para México
Francisco Montfort Guillén
9 de mayo de 2012
alcalorpolitico.com
La creación de instituciones requiere de largo tiempo. Más todavía para que maduren y alcancen su rendimiento óptimo. Una vez consolidadas, su evolución conocerá modificaciones con la finalidad de hacerlas más competitivas. No siempre se obtienen los objetivos deseados. Las instituciones pueden entonces caer en profundas descomposiciones. Reformarlas o desaparecerlas tomará también su tiempo. En todo este periodo las conductas de los seres humanos evolucionan a ritmos diferentes. Por lo regular, los cambios en los comportamientos colectivos son más lentos.

Pensemos en la conformación del Estado mexicano moderno. De las entrañas del régimen de Porfirio Díaz surgieron las fuerzas políticas y sociales del cambio. Parte de esas élites y de la sociedad en general no estuvo de acuerdo con la renovación parcial del sistema mediante elecciones democráticas. Sus intereses, visión del mundo y conductas, creados y sostenidos a través de la cultura del siglo XIX, les impedían ver los beneficios generales del cambio, para el país, y para esas mismas élites.

El Estado porfirista no fue destruido y sustituido de golpe. Después de la salida de Porfirio Díaz pasaron años de desacuerdos y violencias para elaborar una nueva Constitución en 1917. Y continuaron los problemas de la violencia y el desorden político y la desorganización productiva propias del subdesarrollo y la antidemocracia.


Debieron transcurrir décadas completas para que las nuevas instituciones ofrecieran sus mejores resultados, calificados, en conjunto, como «Milagro Mexicano». Esto sucedió hasta mediados de los años cincuenta y su esplendor fue prolongado por diez años más, hasta que en 1965 surgieron las primeras evidencias de que el sistema construido con tantos esfuerzos requería de innovaciones profundas.

Lo que poco se recuerda ahora es que todavía en los años cincuenta del siglo pasado, existían personas mayores de edad que añoraban el régimen de Porfirio Díaz. Sus añoranzas eran culturales: remembranzas y mitos de estilos de vida provocados por los defectos, cada vez más visibles, del Nuevo Régimen. Hasta que explotó una nueva era de inconformidades, de críticas y de promoción de cambios. Terminaron las evocaciones sobre el Porfiriato y los ciudadanos buscaron ser plenamente modernos. Los movimientos, en esta ocasión, los comandaron las nuevas clases medias creadas por el Estado autodenominado «revolucionario». Primero pusieron el acento en la promoción de las libertades y la disminución del carácter autoritario del régimen. Inmediatamente después vendrían los reclamos políticos para quitar las barreras de acceso al poder a otros partidos y promover un desarrollo que nos acercara al estilo de vida del odiado enemigo: los Estados Unidos de Norteamérica.

Nuevamente el periodo de gestación y de construcción de instituciones para contar con un régimen democrático y promotor del desarrollo ha requerido décadas. El gran salto al desarrollo para todos los mexicanos todavía está en la sala de espera. Hasta el año 2000 el país conoció la primera elección presidencial enteramente democrática en toda su historia nacional. Este logro ha sido el resultado de un proceso muy lento, e inacabado, de transformaciones institucionales. A pesar de todo y sin embargo, ha sido más rápido que la transformación cultural y la modificación de conductas de buena parte de las élites y de la sociedad en general. Resulta evidente que todos los electores de este 2012, nacieron antes de la primera elección verdaderamente democrática en México. La gran mayoría de electores, unos más, otros menos, fueron formados bajo los extravíos del poder absoluto. Por vivencias o por referencias culturales, ante las nuevas adversidades, esa gran mayoría añora la costosa eficacia de las decisiones verticales, el imperio del orden y las componendas corruptas con el poder.


La estabilidad, predictibilidad y previsibilidad de la obtención de resultados, aún a costa del incumplimiento de las leyes, la corrupción y la falta de respeto a los derechos humanos arroja sobre la gran mayoría de mexicanos su «sombría belleza» que se refleja en la añoranza del presidente todopoderoso, del «salvador del desastre», de los supuestos «grandes hombres» del sistema que construyeron este país, y del imperio de la fuerza para contener los reclamos sociales. Los mexicanos formaron sus conductas «durante el largo tiempo que estuvieron expuestos a la arbitrariedad por la confusión de los poderes, que permitieron a los príncipes (presidentes en nuestro caso) dictar leyes arbitrarias y ejercerlas tiránicamente». (Maurice Joly, Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu).

En cualquier sistema funcional, sea liberal o tiránico, hace decir Maurice Joly a Montesquieu, «todas las garantías ciudadanas dependen de quien redacta las leyes. Si el príncipe es el único legislador, sólo dictará leyes tiránicas…Pero en los dos (sistemas), nos hallamos en pleno absolutismo». Este sistema de avasallamiento de los ciudadanos no iba a desaparecer, simplemente, por quitarle funciones meta-constitucionales al presidente (nuestro “príncipe”). Por esta ceguera, el resultado de la promoción democrática en México es paradójico. Cobramos venganza sobre el presidencialismo y su absolutismo. A cambio, hemos construido una poderosa oligarquía, creando «tantos tiranos como amos existen». El sistema político mexicano ahora es presa del absolutismo de muchos: de los diputados y senadores.

Un poder legislativo democrático debe asegurarse y ejercer una doble autonomía: respecto del príncipe y respecto del pueblo, anteponiendo como su gran objetivo el interés nacional, es decir, la existencia soberana de la nación y la inclusión de todos los individuos y grupos sociales en el desarrollo. El poder adquirido por el poder legislativo en México ha sometido al ejecutivo y al judicial. Es un soberano sin escrúpulos. Dice el autor del famoso Diálogo, antes citado: «una asamblea de representantes del pueblo en posesión exclusiva y soberana de la legislación, no tardará en abusar de su poderío y en colocar al Estado en situaciones de sumo peligro». Radiografía del México post-1997. Cosa de recordar la destrucción del IFE, la última reforma electoral y sus nefastas consecuencias sobre la elección en curso.


Por lo menos desde Ernesto Zedillo, y no obstante su participación en el doloroso y costoso «error de diciembre», el peligro para México no ha sido el titular del poder ejecutivo ni los candidatos presidenciales. El problema nacional no es que tenga, «el sistema», un presidente de uno u otro partido. El verdadero problema y gran peligro para la sociedad nacional mexicana es el mantenimiento de la cultura del absolutismo, sustentada en una organización de los poderes, o un Estado, o un sistema obsoleto, porque fue diseñado para solucionar el caos post-revolucionario y funcionar a cabalidad bajo la férrea autoridad del poder ejecutivo, con la mayoría legislativa del partido que lo construyó. Y a esta obsolescencia mayúscula, con un ejecutivo debilitado legalmente, se le ha añadido la deformación monstruosa del absolutismo del poder legislativo.

La sensación de fracaso colectivo, el desánimo angustiante expresado mediante la socorrida frase «no existe salida» a la situación de «quiebra nacional» que imperan en la imaginación colectiva, y en los sentimientos y emociones de muchos mexicanos es, sobre todas las cosas, una construcción ideológica, creada y sostenida por el «pensamiento oposicionista» desde 1997, con el excesivo poder y la excesiva irresponsabilidad de los legisladores y sus partidos políticos. Ellos son el peligro para México.

Es fácil demostrar los avances materiales, sociales y económicos, desde la presidencia de Carlos Salinas a la fecha. Más evidentes son los costos derivados de las equivocaciones y errores del poder legislativo: destrucción de la imagen de la política y de las instituciones públicas, reforzamiento de los poderes fácticos y su condición de amos que desafían al mismo Estado, como lo muestran las actitudes del SNTE y del empresario Salinas Pliego de TV Azteca. ¿Qué decir de los costos derivados de su imprudencia en el cuasi golpe de Estado en 2006 y la división que afecta profundamente, aún en nuestros días, a la sociedad? Ellos son los culpables de la construcción del ambiente del imaginario enorme caos que provoca el deseo de regresar al supuesto «pasado idílico», pues su atavismo en contra del «Señor Presidente» (desde Miguel de la Madrid, pasando por la grotesca destrucción de la imagen de Vicente Fox, a la fecha) y sus conductas saboteadoras en contra de sus contrincantes, y su poder y arrogancias propias del absolutismo, impiden inclusive a todos los candidatos presidenciales y sus partidos, así como a los grupos sociales pensar y poner en práctica las propuestas creativas y originales para dar el gran salto al futuro del desarrollo, la modernidad y la democracia, en el marco de nuestras identidades. El hábito sí hace al monje: seguimos culturalmente sometidos a los amos del absolutismo (reproducido a escala individual por las «ladies de Polanco», el «gentleman de Las Lomas», el «príncipe» de TV Azteca) a los procedimientos de un sistema político obsoleto y mirando al pasado, gracias, en gran medida, a la irresponsabilidad de diputados y senadores.