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Columnas y artículos de opinión
Historias de Cosas Pequeñas
Panchita
Juan Antonio Nemi Dib
14 de mayo de 2012
alcalorpolitico.com
“Dizque la culpa jué por estos ojos de melcocha”. Era la única explicación que Panchita escuchó de labios de su madre durante mucho tiempo; años de penuria y hambres, decenas de preguntas sin respuesta, miedos, muchos miedos, fundados, sustentados en tragedias, en agresiones sucesivas y en vanas esperanzas convertidas en sueños, en estrellas inalcanzables. Pero un día se impuso, casi a gritos, y exigió conocer la verdad, sólo para arrepentirse... entonces entendió, de inmediato, que la inocencia -el derecho a no saber- es algo que no debe despreciarse.

Y se la dijo de corrido, apenas entre suspiros, como si durante esos años de silencio la señora se hubiera preparado para el momento de cuentas claras, para soltar la historia que durante años se escondió en su pecho, presionándolo, provocando una constante sensación de asfixia que de un plumazo liberó completa, sin dejar detalle oculto.

Entonces la señora habría tenido once o doce años, no más. Y lo calculaba porque por aquéllos tiempos le había llegado su “sangrado”, esos días pegajosos que manchan sin previo aviso, que ponen el humor de los mil diablos y que entonces había que ocultar con trapitos de tela de algodón hervidos y vueltos a hervir. En el pueblo, a las faldas de la montaña, no había gran cosa qué hacer, si acaso ayudar a “los mayores” a quitar la tierra de las papas (“destierrarlas”), para meterlas en los apestosos y cortantes costales de yute.


No había escuela pa’los hombres, cuantimenos pa’ las viejas. Aprender a leer y escribir era un privilegio reservado a los señoritos cuyas familias podían pagar institutrices o maestros a domicilio. Y d’esos no había nadien en el pueblo, todos eran muy fregados, a veces no había ni pa’ comer, menos pa’ pagar profesores.

Sólo una vez al mes, cuando el cura de Perote subía al pueblo en su mula, luego de oficiar la misa, juntaba a los chamacos y les hacía repetir, cansinamente, oraciones incomprensibles y respuestas raras a preguntas más raras todavía. Pero incluso ahí los separaban para evitar pensamientos pecaminosos: a las chamacas las ponían bajo el tejabán que hacía las veces de capilla, aunque no era más que un trozo de manta descolorida sostenida de 4 palos, sin paredes y con el piso de tierra, igual que todas las casas; y los varones afuera, sentados a la vera del camino que llevaba al nacimiento de agua. Alguna vez alguien quiso enseñarle a leer, pero nomás no pudo, era muy “cerrada pa’ las letras”.

Un día de esos divisaron a lo lejos una gran polvareda que se fue acrecentando y volviendo ruidosa en la medida en que se acercaba al caserío. Venían encarrerados y haciendo harto escándalo; hasta dos plomazos soltaron al aire. Se veía que estaban encorajinados. Dijieron que buscaban a “El Burro”, un fulano del que nunca naiden del pueblo oyó nada y al que responsabilizaban de la muerte por emboscada de cinco “Pelones”. Y es que los gritones eran soldados carrancistas, o al menos eso dijeron: 14 brigada del Ejército Constitucionalista. Ésos que tomaron las armas para hacer valer las leyes y proteger a todos, ésos que defendían la justicia.


Sacaron a todos de sus casas, empezando por los más chismosos que no tardaron en asomarse pa’ver qué pasaba. Desde los campos de cultivo los hombres bajaron en friega, cuando vieron a lo lejos lo que estaba pasando con sus familias; ahí mesmo los pelones aprovecharon pa’ pepenarlos, uno por uno. Los formaron en el sendero, porque ni a parquecito llegaba el pueblo. Y de pronto el jefe pasó en su caballo, con el fuete en la mano, traspasando con sus ojos como navajas a toda la gente, hasta a los viejitos temblorosos.

Por nadie preguntó. Nadie le interesó. Nadie salvo la mamá de Panchita, cuyos alaridos desesperados le tuvieron sin cuidado cuando la arrebató para siempre del destino que le tenían reservado y con un solo brazo la tomó de la cintura, montándola en la silla del caballo, delante de él. ¡Qué chulos ojos tienes, mi Reina!, fue lo único que el hombre dijo durante las dos o tres horas que espoleó al macho sin detenerse, como si tuviera intención de reventarlo.

Y esa es toda la historia... o casi. Siguió al Coronel durante siete u ocho meses, hasta que un día les avisaron que prácticamente a todos los habían pasado por las armas. Supo poco de él, porque poco hablaba y menos le contaba, salvo que se llamaba Rocha, Carlos Rocha, que venía de Coagüila y que cuando la Revolución acabara quería comprar un rancho en el norte, pero no pudo... los obregonistas les ganaron el brinco. Ella tampoco alcanzó a decirle que estaba preñada, preñada de Panchita.


La mamá de Panchita nunca pudo regresar al pueblo; nunca pudo o nunca quiso, o quizá, si hubiera querido, realmente no habría podido, ¿con qué dinero?, ¿volver pa’ qué, pa’ sufrir vergüenzas? Nomás que cuando tenía un costal de papas enfrente, los ojos se le llenaban de lágrimas, de los pocos recuerdos buenos y malos acumulados durante años. Se “destinó”; trabajó en el servicio de varias familias, a veces sólo por un poco de comida y un techo dónde dormir. El tiempo la hizo vieja; siempre le dijo a Panchita que no se enamorara, que la vida y el amor sólo pa’ sufrir servían.

Pero Panchita vivió y se enamoró a pesar de su madre, que a fin de cuentas a eso venimos. Lo que sí es que a Panchita nunca le gustaron los caballos ni las armas, que en eso su madre tuvo buen cuidado, y éxito, al sembrarle la desconfianza por los asuntos de los hombres. Por fortuna, Panchita sacó los ojos de su padre, grises y comunes; eso le ahorró muchos problemas.

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