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Columnas y artículos de opinión
Hemisferios
Nuestros indignados
Rebeca Ramos Rella
21 de mayo de 2012
alcalorpolitico.com
La democracia es un sistema de vida perfectible. No hay democracia acabada porque se nutre de la pluralidad, la expresión, la participación y la inclusión de todos y de todas. Es el mandato de las mayorías con respeto y consideración de las minorías. Impone el respeto, la tolerancia y la civilidad para dirimir diferencias; exige el diálogo, los consensos y los acuerdos para ser efectiva en la respuesta y solución a las demandas sociales, al avance del crecimiento, a la prevalencia del Estado del derecho, que obliga la garantía de libertades, derechos humanos, marco legal que resguarda la convivencia humana.

La democracia está viva y en constante movimiento, porque es producto de la manifestación humana que en sus ideales, utopías y aspiraciones individuales y contradicciones debe encontrar el punto medio, el equilibrio que consense el interés general, por encima de los intereses de grupo.

Los riesgos para la democracia son aquellos que se cometen en su nombre. Son las conductas y expresiones humanas, que en el exceso incivilizado e irracional, pretenden imponerse mediante la exclusión, la intolerancia, la discriminación, la desigualdad en toda forma, el irrespeto, la ilegalidad, la confrontación, la represión, la cerrazón, la intransigencia, la amenaza, el autoritarismo, el encono, la corrupción, la impunidad, la imposición vertical de los intereses de unos cuantos por encima del interés de todos. Aquí hallamos la distorsión de su esencia integradora, la que suma y multiplica voluntades, la que se construye en la negociación política donde todos deben conceder a favor de los intereses superiores: libertad, independencia, soberanía, unidad, crecimiento y desarrollo, avance democrático, bienestar, fortaleza institucional y legal; Nación y paz.


En el proceso electoral que vivimos, se compite con la bandera de la democracia directa, efectiva, participativa, donde todos, partidos, candidatos, sectores sociales y productivos, los intelectuales y académicos, los medios, la autoridad electoral, los ciudadanos tienen derecho a expresarse y a demandar mejoras; a proponer y a criticar; a quejarse y a reclamar cambios, soluciones y resultados. Es la efervescencia a ratos, caótica y frenética; a ratos organizada, aclaradora y certera y en otros, ruda, cruda, hasta obscena y vulgar la que vivimos cuando se trata de competir por el poder para gobernar y queremos pensar y creer, el poder para transformar y corregir; para mejorar y destrabar.

No se menosprecia la válida expresión y organización de jóvenes universitarios. Los que hemos transitado por ese universo plural, multi-ideológico, de constante información, conocimiento y debate, sabemos que las ideas, las posturas, las frustraciones, la rebeldía y los reclamos vigorosos, contra todo y contra todos, son la identidad de un universitario, que se forja en el estudio y también en la organización y en la competencia. La universidad es una jungla docta, el ágora diversa que ventila aspiraciones e ideales; la aldea cultivada donde se hace la política más idealista, la más genuina en sus principios y valores. Es el semillero de líderes y es la cuna de alianzas de grupo; ahí se sellan amistades y aliados, enemigos y adversarios. A cada universitario, y si de universidad pública, su tiempo y el momento histórico: para algunos fue el 68 y el 71; a otros nos tocó el 88; a otros el 97 y el 2000 y el 2006 y a estos recientes indignados, el 2012.

Los que de allá venimos sabemos de reuniones, organización, marchas, protestas, arengas; hoy se adicionan los twitts, las redes sociales, la tecnología que germina una democracia virtual que facilita todo: opiniones, convocatorias, información, desinformación, manipulación, propaganda, difusión, análisis, consensos. Todo se vale, se sabe, se comenta. Los universitarios saben bien de la autonomía de su casa y de lo atractivo de sus causas e ideales puros para los hambrientos de votos y adhesiones políticas. Saben que su sufragio y participación es sustancial para legitimar proyectos políticos, sobre todo en tiempos de campañas y elecciones; por eso hacen valer su voz y su reproche. Este año votarán, según el IFE 14 millones de jóvenes por vez primera por Presidente de la República y 3.5 millones inician con este proceso el ejercicio de su derecho al voto.


Lo que desconocen y no reconocen, es que partidos y grupos con intereses ajenos y cínicamente indiferentes a sus causas en otros momentos no electorales, pueden y quieren manipular su vehemencia reactiva y transformarla en mero ruido y en consigna vacua de razonamiento y de convicción; pretenden apropiarse de sus estandartes y avivar sus gritos absurdos y sin fundamento ni conocimiento profundo; no saben que estos entes contaminantes de su ideario, pretenden utilizarlos como carnada para golpear a los contrarios, para exhibirlos y humillarlos.

Seguramente ya se enteraron que la candidata panista muy oportunista e irresponsablemente alentando el odio, ha convocado a sus seguidores a sumarse a las manifestaciones previstas, para evitar que el puntero gane, lo que implícitamente es un triunfo adelantado que ella le otorga y que significa a la vez, su incompetencia en la competencia que no avanza de su lado azul, ya que como sus propuestas no pegan, intentará pegar usando el descontento de los jóvenes.

Esta pretensión partidizaría sus protestas y las pintaría de otro color distinto al de la defensa de sus libertades, supuestamente atropelladas por televisoras y medios y supuestamente amenazadas por fantasmas del pasado, que los agitadores originales les han querido aparecer para espantarlos. Reliquias de un pasado que no vivieron, que saben de oídas y que dudo conozcan a fondo, si es que se han preocupado por leer y analizar objetivamente, la historia reciente de México.


Sin embargo, se aplaude el despertar de los indignados universitarios mexicanos que salen a la calle a manifestarse y a exigir. Lo que no se comprende es el motivo. Señalan que se les ignora –falso: los partidos y candidatos han hecho propuestas para ellos-; que hay que democratizar a los medios que les desinforman del proceso electoral –falso: los medios generan toneladas de datos y eventos, contenidos e imágenes a diario sobre campañas y candidatos-; descalifican con el insulto intolerante y grosero, provocan el pleito pandillero, lejos del respeto y la civilidad que la democracia demanda para manifestar divergencias; entonan arengas tintadas de odio, de resentimiento y de ignorancia sobre el acontecer y agenda, nacionales que polarizan ánimos y cancelan conciliación y diálogo.

Pareciera que toman las plazas sin un discurso de contenido real, sin propuestas pensadas, ni planteamientos concretos o por lo menos bien articulados. Los rezagados los azuzan a vociferar que están en contra, pero no atinan a definir las razones y contra qué o quiénes.
Se les podría preguntar si conocen los compromisos planteados para beneficiarlos y quizá ni los han consultado. El propósito es negar, rechazar, resentirse, tomar protagonismo sin guion, sin documento petitorio; participar en el alarido del desprecio sólo porque sí. Y es su derecho, aunque disperso y extremista.

Empuñan la espada de la libertad y la justicia, pero omiten que la tienen desde el momento que invaden la calle y acusan lo que quieran, sin que nadie los detenga o los silencie. Aquí no conocen la represión con gas, con agua a presión, las detenciones por disturbios violentos, por secuestrar la libre circulación de terceros, por expresarse con gritos y señalamientos, por “conspirar” contra gobiernos. No hay persecución ni violaciones a sus derechos humanos ni a sus garantías civiles. Se les respeta, se les tolera, se les invita a dialogar.


Podrían en cambio reclamar lo que en verdad no tienen: la certeza de una educación de calidad y accesible; mejores espacios de estudio y recreación; seguridad pública y ciudadana; empleos y salarios dignos para desempeñar sus vocaciones y oficios y ser productivos en sus comunidades; más acceso a la salud, al deporte y a becas, a intercambios, capacitación y profesionalización de sus habilidades y talentos; acceso a toma de decisiones y a reconocimiento y proyección del liderazgo y representación política, si participan en algún partido; a más tecnología, apoyo a la investigación y herramientas educativas en sus universidades, a una educación vinculada a la planta productiva que les asegure superación profesional y personal.

Tienen el deber de reprochar que se les manipule y se les use como manada desbocada; tienen derecho a indignarse si hay pretensión de ofender sus inteligencias y sus espíritus libres, a manos de políticos sin escrúpulos que con el discurso mesiánico, sin propuesta sólida y en el nombre de la democracia, infunden odio, polarización social, con la burla, la generalización y obviedades que sólo el populismo irresponsable y arcaico propone. Aquellos que tergiversan la mística de la democracia para enmascarar su rabia frustrada y la carencia de un proyecto de Nación serio, certero y posible.

No se comprende cómo los jóvenes universitarios que se infiere, se preparan y que leen a los clásicos, no se detengan a revisar los mensajes y señalamientos sin sustento, que reciben; no reparan en racionalizar y reflexionar sobre lo que les dicen como verdad, sin darse cuenta que los aprovechan para prostituir valores y conductas democráticas.


La participación de los universitarios es fundamental para la retroalimentación de nuestra democracia, pero lamentablemente el contenido y el propósito que expresan, sólo refleja el deterioro de la calidad de la educación superior y la falta de una genuina cultura política democrática en México -que debe forjar y garantizar el Estado-, donde la participación ciudadana debe ser crítica en el fundamento, propositiva para generar consenso, civilizada para evitar la fractura y la intransigencia; participación y expresión libre que demuestre la postura política razonada y la auténtica demanda social.

En suma, hace falta rescatar su confianza, recuperar la credibilidad en la política y cumplirles con hechos, para motivarlos a asumir su responsabilidad ciudadana e infundirles a expresarla desde una cultura política que innove y que los transforme de indignados desorientados, confusos, impulsivos casi iletrados y escandalosos, en los verdaderos agentes del cambio que el país urgentemente requiere.

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