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Columnas y artículos de opinión
Diario de un reportero
La triste historia de las encuestas
Miguel Molina
24 de mayo de 2012
alcalorpolitico.com
Qué triste es ver que la política mexicana haya llegado a un punto en que las encuestas digan más que las palabras. Uno lee columnas y notas, y oye y ve reportajes que llenan a la gente de números y porcentajes que a fin de cuentas no significan nada pero que muchos tratan como si fueran mensajes de los dioses.

Lo peor es que hay colegas que escriben como si las encuestas fueran información confiable, olvidados del viejo y sabio principio de la duda, que hace que un periodista pregunte e investigue antes de publicar, porque el nuestro debe ser oficio de sagaces y no de voceros.

Y así se entera uno de que la encuesta tal le da al candidato por cual una ventaja considerable sobre los demás, mientras que otra encuesta señala todo lo contrario. Pero las encuestas no son una ciencia exacta sino un experimento de medición sujeto a contingencias.


Una contigencia, por ejemplo, es la de quien, cansado de recibir en su teléfono mensajes que preguntan sobre sus preferencias electorales, dice sí a lo que sea con tal de que lo dejen en paz. Otra contingencia es la de quien dice una cosa cuando le preguntan y piensa hacer otra cuando llega el momento de poner una cruz en la boleta electoral.

Pero esa preocupación teórica por saber por quién va a votar la gente no debe convertirse en una decisión inapelable que sustituya al voto. Mucho menos debería permitirse en un país como México, donde muchos deciden no votar por su candidato cuando las encuestas lo señalan como perdedor.

Uno recuerda el principio científico que advierte sobre el riesgo de que la acción de observar altere de manera irreparable el fenómeno observado. Los procesos electorales, ya de por sí marcados por las emociones más que por la razón, funcionan de la misma manera.


Eso explica que muchos decidan no votar, o que elijan votar por un candidato al que las encuestas señalan como ganador, porque a nadie le gusta votar por alguien que esté condenado a perder las elecciones. Y termina uno votando no por el mejor, o por el candidato en cuyos principios confía, sino por el que sugieren - por usar un término generoso- las encuestadoras.

El otro riesgo, que no muchos mencionan, es que las encuestas pueden ser manipuladas. Esta no sería la primera - ni la última - vez que las empresas encargadas de medir la opinión pública favorezcan a quienes les comisionan los sondeos. Y eso es igualmente peligroso.

Pero, volviendo a lo que decíamos al principio, lo verdaderamente peligroso es que los periodistas citen encuestas que no significan mucho y arriesgan mucho, porque la gente toma en serio a los colegas, y los colegas toman en serio a las encuestas en vez de analizar lo que proponen los candidatos.


En todo caso, parece que muchos columnistas prefieren ignorar que en la mayoría de las encuestas hay poco más de veinte por ciento de indecisos, es decir personas que no han dicho (aunque lo sepan in pectore) por quién van a votar.

Y también hay que tomar en cuenta que, pese a las encuestas - o gracias a ellas - hay millones de mexicanos que prefieren no votar. Pero esos ciudadanos no cuentan ni en las encuestas ni en las columnas que se dedican a los números en vez de dedicarse a las ideas y a las propuestas,

Los menos, como el columnista, no votan porque no pueden, ya que quienes viven en el extranjero no pueden conseguir una credencial para votar porque a las autoridades no se les ocurrió pensar que no todos los mexicanos viven en el país o en Estados Unidos. Y las encuestas no se ocupan de los que no están.