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Columnas y artículos de opinión
Prosa Aprisa
La vida hay que vivirla
Arturo Reyes Isidoro
16 de julio de 2012
alcalorpolitico.com
Luego del periodo electoral en el que los lectores estuvieron expuestos a tanto bombardeo informativo, pienso que también tienen derecho y merecen descanso en este periodo vacacional. En mi caso, de esas cosas extrañas que me pasan ahora, desde la semana pasada gozo de asueto de muchos días en mi trabajo de base en la Universidad Veracruzana. Por eso, ya con la pila baja mejor transcribo unos pensamientos del escritor español Fernando Aramburu publicados el pasado 23 de junio en el número 1.074 del suplemento cultural “Babelia” de EL PAIS de España, con el encabezado “Pequeña magnitud”.
 
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Anoche, poco antes de acostarme, me di una bofetada. Sin embargo, he dormido bien, ya que afortunadamente no soy un hombre vengativo.
 
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Seamos serios. Si hay que criticar el placer, se critica; si hay que denigrarlo, se denigra; pero, por favor, después de haber gozado.
 
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Me entristece ver a mis congéneres tropezar con los bordillos de las aceras. ¿Tan poca cosa somos que no merecemos mayores precipicios?
 
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Cuando alguien se dice enamorado, ¿incluye los órganos de la persona amada? Uno se siente atraído por un rostro, unas manos, un talle, pero ¿también por un páncreas?
 
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Creo que, en líneas generales, nos habría ido mejor en la vida si nos hubieran permitido escoger la época y el lugar de nacimiento.
 
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He visto sufrir tanto que se me han quitado para siempre las ganas de despreciar a nadie.
 
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Los racistas de mi tiempo me habrían atacado sin piedad si en lugar de dirigir su aversión a los seres humanos de piel oscura se hubieran ensañado con aquellos a los que les salen pelillos en las orejas.
 
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¿Todopoderoso un dios que cometió la cursilería de crear el arco iris?
 
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Soy un melancólico sin remedio. Apenas pongo un pie en casa y abrazo a los miembros de mi familia a la vuelta de un largo viaje, ya estoy echando en falta la nostalgia.
 
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Siento mucha pena cada vez que veo al papa en televisión. ¿Quién es el malvado que obliga a un hombre a vestir semejante indumentaria?
 
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No me extrañaría que, a partir del siglo XXX, hubiera consenso entre los historiadores para alargar la Edad Media hasta nuestros días.
 
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¡Esos presuntuosos del futuro a quienes nuestros aviones, nuestra telefonía inalámbrica, nuestros satélites espaciales, les parecerán tan primitivos como a nosotros el hacha de piedra, la catapulta o la hoz de nuestros antepasados!
 
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El escritor que no lee a sus contemporáneos está muerto. El que los lee está perdido.
 
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Si la noción de dignidad aún significa alto para ti, piénsatelo dos veces antes de suicidarte en la habitación de un hotel. Ten en cuenta que con toda probabilidad tu cadáver será hallado a la mañana siguiente por el personal responsable de eliminar la suciedad, de retirar los desperdicios.
 
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Sospecho que en el juicio final seré condenado no tanto por mis faltas como por mis momentos de felicidad. Ya oigo a la voz de la acusación preguntarme cómo pude cometer la insolencia de ser de vez en cuando dichoso en un mundo tan violento y desgraciado.
 
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Sin el incentivo del orgasmo, me da que los varones sólo copularían por imperativo legal.
 
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Tengo comprobado que la gente siente una punzada de dicha cuando ve a sus semejantes tropezar y caer: caer en el barro, por ejemplo; caer en posturas ridículas o en situaciones de solemnidad, y que se les manche la ropa o se les rasgue el pantalón y asome por el roto una prenda interior llamativa. ¡Qué delicioso momento para los testigos! En cambio, si la caída tiene consecuencias graves, si se torna un suceso sangriento o luctuoso, la gente mira con reproche al caído, como si fuera un aguafiestas; aún peor, un maleducado.
 
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Una araña gigantesca que se alimentase de seres humanos podría ahorrarse la fatiga de tejer una gran tela pegajosa para cazarlos. A los seres humanos se les atrapa y paraliza más fácilmente con los elogios.
 
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Fernando Aramburu es autor, entre otros libros, de Años lentos, El vigilante del fiordo y Viaje con Clara por Alemania. Sus pensamientos transcritos líneas arriba –es una selección de los que en lo personal más me gustaron– mueven a reflexión, a sonrisa, a autoanálisis, a la insolencia, a la irreverencia, a pensar en nuestra fragilidad, en nuestra vanidad, pero también en nuestra insignificancia y pequeñez como seres humanos. Nos ayudan a vernos como los seres humanos que somos y nos dejan la lección de que hay que vivir la vida con el mayor dejo de humildad, sin vanidad alguna, pero también, a tomarla como viene sin mayores reparos. Simple y sencillamente, que la vida hay que vivirla, sin complicárnosla.
 
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He escrito en varias ocasiones que me escriben lectores, algunos a quienes conozco y otros a los que no. He dicho que hay quienes disienten e incluso que algunos lo hacen en forma agresiva, me imagino que llevados por la pasión de sus puntos de vista. Respeto todas las opiniones y hasta me sirven para darme cuenta de cómo está el pulso con respecto a los temas del quehacer diario. Pero también tengo otro tipo de lectores, el de mis amigos, conocidos o compañeros, que cuando advierten que no he sido preciso o que he cometido un error me escriben con el mejor ánimo constructivo para aclararme o corregirme, incluso algunos hasta me marcan a mi teléfono para hacérmelo saber. A este tipo de lectores los aprecio mucho porque, les he escrito o les he dicho, soy corregible, y la única manera de saber de que no estoy bien en lo que he escrito, en mi apreciación, en lo que voy señalando, es que me lo digan, y más lo valoro si me dan datos, detalles, cifras, nombres, lugares, fechas, etcétera. Creo que quienes nos dicen no solo lo bueno, sino también lo malo, esos son lo que más nos aprecian.
 
Y hago tal disquisición porque en mi escrito que publiqué el viernes pasado tuve un error que tengo que reconocer, que de inmediato me hicieron ver algunos lectores bien informados, pero también por respeto a los lectores y en aras del rigor lo más profesional posible. El viernes equivoqué dos nombres: dije que los subdirectores de Atención Ciudadana y de Legalizaciones, de la Subsecretaría de Gobierno, eran Carlos Alberto Hernández Ostos y Nathanael Hernández, respectivamente. No. Quienes ocupan los cargos son Luis Molina Osio y Benjamín Hernández Osorio, respectivamente, lo que aclaro ahora y ofrezco disculpa a los lectores. Estos funcionarios no sé si se quedaron en los cargos o también se fueron.
 
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Ahora, aprovecharé unos días para atender cuestiones personales. Voy unos días al De Efe, otros a visitar a mi guapa hija Ingrid Lilián (yo soy feísimo, qué bueno que no se parece a mí) y a su esposo Ricardo Bravo López, un excelente joven, que viven en la zona conurbada Veracruz-Boca del Río, y algunos más los estaré en el sur del estado con el resto de mi familia. Nos encontraremos quién sabe hasta cuándo. Qué todos disfruten de estas vacaciones.