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Columnas y artículos de opinión
Hemisferios
El PRI tiene que cambiar
Rebeca Ramos Rella
23 de julio de 2012
alcalorpolitico.com
En el PRI hay mucho trabajo tras la elección. Hay varios frentes de atención y acción inmediata. Pasada la celebración del triunfo se está enfrentando la guerra declarada en tribunales y los misiles de mentiras, odio y difamación de AMLO y de sus hatos manipulados; se está defendiendo con pruebas y actos legales en tiempo y en forma, la mayoría de votos; se están tejiendo acuerdos, alianzas y negociaciones con el PAN de Calderón y su gobierno para consensuar la realización de un periodo extraordinario; se pavimenta el camino de las coaliciones legislativas para impulsar y aprobar las reformas necesarias que den marco a muchos de los 264 Compromisos Estatales y Nacionales que ofreció Peña Nieto. Además de los equipos de especialistas juristas y abogados y de los estrategas en comunicación política, es posible que haya otros grupos de notables redactando ya un primer borrador del Plan Nacional de Desarrollo.

Es posible que el candidato ganador, una vez ratificada su ventaja inobjetable, ya tenga un esquema de lo que serán sus giras de agradecimiento y renovación de compromisos; también que tenga ya contacto permanente con gobernadores y posibles coordinadores de bancadas; con sectores sociales y productivos aliados de su proyecto; también con las dirigencias del partido en los estados donde habrá elecciones locales en 2013.

En este maremágnum de labores, probablemente los priistas no han tenido la oportunidad de reflexionar en lo individual y en grupo, a toda profundidad, con objetividad y franca autoevaluación, el significado de la delantera. El festejo del regreso y lo arduo para defenderlo no lo han permitido, pero llegará el tiempo de confrontarlo.


Las expectativas fueron reviradas por la realidad: apenas algo más de 3 millones de votos, apenas la mayoría simple en el Congreso y superados por otros colores en varios estados gobernados por priistas, como Nuevo León, Quintana Roo –los terruños tanto de la secretaria general del PRI, como del dirigente nacional -, Tabasco, Tamaulipas, Tlaxcala y Veracruz –tercer bastión electoral nacional y segundo bastión electoral del PRI-, así como por el triunfo de Peña Nieto en estados gobernados por otros partidos políticos.

Considero que, pese a que la maquinaria partidista y territorial funcionó, sin el plus del liderazgo y carisma de Peña, el filo de diferencia con AMLO hubiera sido mucho más riesgoso.

Muchos priistas se preguntarán qué fue lo que falló, dónde estuvo el error, la omisión o el exceso de confianza; otros tantos entenderán que la pluralidad política, la sociedad más informada y vigilante, la democracia electoral tan efectiva fundada en la desconfianza y en la imparcialidad y legalidad, blindó el proceso contra actos deshonrosos; quizá piensen que fueron recipiendarios del beneficio de la duda; elementos que pesaron más en la decisión del electorado, que estrategias, movilizaciones y organización.


Otros priistas analizarán con honestidad que el voto a favor fue por descarte, frente al desgaste e inefectividad del gobierno federal panista y de la percepción temerosa de arriesgar al país, en manos del beligerante y autoritario populismo de AMLO. Otros quizá reconozcan que el voto de castigo dominó, tanto contra el gobierno federal, a causa de la violencia e inseguridad, como contra los gobiernos estatales y municipales, en una cierta evaluación lapidaria a sus respectivas gestiones de gobierno, que no convencen ni han resuelto.

Cualquier análisis serio interno, arroja que el saldo de la elección fue una llamada de atención a los partidos para encontrar la cuadratura al círculo de los grandes acuerdos y ponerse a trabajar para el país.

Para el PRI, la lección es que, si bien los ciudadanos le dieron mano en la jugada principal, como una concesión razonada de confianza social, también lo conminan, implícitamente, a evolucionar sus formas y conductas políticas y de poder.


De manera que el PRI debe darse un espacio para revisar sus números, logros y derrotas y sobre todo, los priistas, cuadros, dirigentes, legisladores, gobernantes y militancia deben leer y releer el Manifiesto por una Presidencia Democrática y el discurso de Peña expresado con enorme contundencia en la XXX Sesión Extraordinaria del Consejo Político Nacional en el CEN del PRI, de mayo pasado y comprender que la transformación de México que se ha propuesto, exige la modernización y hasta la refundación del PRI.

El Manifiesto por una Presidencia Democrática es la propuesta política más importante y más moderna que se ha conocido en la historia nacional reciente, es el ideario político que representará y sustentará el ejercicio del mando en los próximos 6 años; es la concepción innovadora de gobierno y de poder que Peña quiere acendrar en el priismo y en los mexicanos, adeptos y críticos al PRI. Es el decálogo que garantiza a los mexicanos que no habrá más abuso del poder; ni habrá violación o ignorancia de la Constitución, ni atropello a sus derechos políticos y humanos ni a sus libertades consagradas en la Carta Magna.

Esta convicción en sí misma, refleja una severa autocrítica al hiperpresidencialismo, arcaico, represor y vertical que el PRI abanderó desde Los Pinos por décadas y que aún se reproduce en los estados y municipios; es la declaratoria de muerte al pasado y el anuncio del nuevo sistema presidencial democrático, bajo el mando y dentro del consenso, que el PRI logre con las fuerzas políticas y sectores en el país.


Si el Manifiesto se compromete a respetar las libertades de expresión, de religión y de manifestación, es porque antes no se respetaron; si asegura una cultura democrática en la relación con los medios de comunicación es porque antes fue represora e impositiva; si garantiza el respeto de los derechos humanos, es porque en el pasado efectivamente se trasgredieron y en el presente se han visto violentados a causa de la guerra contra el crimen organizado; si Peña enfatiza que se acabará la discriminación, está infiriendo que hemos vivido en un sistema que la promueve contra mujeres, discapacitados, migrantes, etnias, niños, jóvenes, ancianos y la acentúa con las desigualdades sociales y económicas.

Si este decálogo remarca en la garantía de la división de Poderes del Estado, es porque ya ninguno estará sometido, como antes, al Ejecutivo omnipresente y omnipotente, que se imponía mediante atribuciones metaconstitucionales, pues ahora sí habrá respeto y balance; si el Manifiesto asegura que las elecciones serán libres, está asumiendo que antes las elecciones fueron rehenes de la intervención gubernamental, de la parcialidad y de las prácticas deshonestas e ilegales por parte de gobiernos priistas de estilo arcaico y arbitrario.

Si subraya en la obligatoriedad de la transparencia y de la rendición de cuentas, efectivas, en la gestión de gobierno, como el antídoto a la usual corrupción e impunidad, al abuso del poder y al uso ilegal de recursos públicos y demás raterías, es porque estas artes han sido las rémoras en el ejercicio del mando de los niveles de gobierno, del PRI y de todos los partidos, durante muchos, muchos años y sin distingos, como bien los ciudadanos lo sabemos.


Y si Peña acentúa su compromiso con el federalismo con transparencia, es porque ni lo uno ni lo otro, han funcionado con eficacia hasta hoy. Lanza la advertencia a estados y municipios al anunciar el replanteamiento de la relación política entre el gobierno federal y los gobiernos de los estados y municipios, en un marco de respeto al federalismo, pero promoviendo la cultura de responsabilidad, transparencia y rendición de cuentas en el uso de los recursos públicos; es decir, el cambio será más control, más vigilancia, menos abuso y mal uso, como suele hacerse.

En el célebre discurso del Consejo Político del 25 de mayo, Peña Nieto, se las sentenció a priistas y a servidores públicos: “les pido también responsabilidad, honestidad, transparencia y resultados. Para ganarnos y refrendar la confianza de la gente, hay que poner ejemplo, hay que empezar en casa. El PRI tiene que asumir el papel que le corresponde, no inspirado en la nostalgia del ayer, sino en los retos del presente, para ganar el futuro (…) los mexicanos sabemos que se requieren nuevos caminos, nuevas soluciones, nuevas formas. En el México que queremos no tendrán cabida ni la corrupción, ni el encubrimiento y mucho menos la impunidad (…) es el tiempo de comprometernos, de frente y para siempre, con los principios esenciales de nuestra democracia, en un compromiso firme con las libertades de los mexicanos. Quien no lo asuma así, quien no esté dispuesto a comprometerse con la democracia, la libertad y la transparencia, simplemente no tiene cabida en este proyecto”.

Fue evidente su autocrítica y su reconocimiento implícito a los vicios y mañas priistas anquilosadas, que los mexicanos detestan y condenan en el PRI y en sus dirigentes, representantes y gobernantes. Ante caras muy conocidas, muchas las mismas de ayer, otras nuevas forjadas en misma cultura política enmohecida y de simulación, les espetó que el cambio empezará desde dentro y quien no lo asuma, quedará afuera, sin defensa ni complicidad.


Tajante Peña les señaló el camino y el significado del triunfo, sin regresión autoritaria, ni corrupta ni opaca. Les leyó la cartilla democrática de su gobierno y los convocó a adaptarse, a sujetarse y a renovarse. “Es la hora de romper con el pasado”. No hay de otra, fue la conclusión.

Los priistas deben empezar a entender que la sociedad dio el triunfo al PRI pero no todo el poder; que brindó la oportunidad de reivindicarse con la misma Nación que tiene memoria histórica, pero que también quiere un cambio. Y fue al PRI al que le dio ese estandarte, esa enorme responsabilidad histórica.

Que si el PRI vuelve es porque debe someterse a las nuevas reglas democráticas que ha madurado el país y que rechazan el autoritarismo, el abuso del mando, la corrupción, la inefectividad, la demagogia y la mentira. Que rasgos del suprapresidencialismo, casi el absolutismo de cabezas y grupúsculos de poder, en los estados y en los municipios, en las bancadas legislativas, en las dirigencias partidistas, ya no podrán reproducir en la praxis política, ni costumbres aceptadas, ni vicios conocidos, mañas deshonestas ni artes impositivas para ejercer el control político, social y económico.


Los priistas, desde sus trincheras y hasta las plataformas más elevadas de sus rangos, tienen que aceptar que el retorno no significa el botín ni la simulación, tampoco el culto al tlatoani, ni la impunidad y secrecía en el uso y destino de recursos públicos.

Deben ajustarse a lo que significa la Presidencia Democrática, como la antítesis del presidencialismo hegemónico priista de antaño y sus expresiones en formas y conductas, desde los órdenes de gobierno, jerarquías partidistas y en la constante actividad política que practican los priistas.

Las concepciones que sustentan la cultura política priista, en actos y estrategias, en el análisis, oficio político y servicio público, que han conocido y aprendido, por décadas, tanto la vieja guardia como las nuevas generaciones en el PRI, van a sufrir una gran transmutación, si es que quieren conservar el poder y la confianza social que han ganado o si han de recuperarlos, donde perdieron.


Peña afirma y reitera que con su ventaja, ganó México.

Esto obliga al nacimiento del nuevo PRI que debe modernizarse y democratizase, efectivamente, en las acciones que sean congruentes con el discurso, para estar a la altura de la gran transformación que Peña abandera y que necesita, exige y espera el país.

Ha costado volver, está costando defender; costará consumar.


El PRI tiene que cambiar.

Los priistas deberán sujetar sus ansias nostálgicas y aprender a competir, convencer y resolver sin atajos turbios ni verticalidades; tienen que re-instruirse, desde dentro y hacia afuera, para servir, actuar y cumplir en democracia.

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