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Columnas y artículos de opinión
Diario de un reportero
La Patrona de los periodistas
Miguel Molina
26 de julio de 2012
alcalorpolitico.com
Fui a la iglesia de santa Brígida - templo de los reporteros - en busca de historias para quienes no se interesan en los juegos olímpicos de Londres y terminé tomando vino con otros periodistas y con religiosos con quienes hablé sobre deportes, sobre el periodismo, sobre lo que pasa en México, sobre lo que se hace en Veracruz.

Nunca había ido a un servicio religioso para un gremio tan pecador como el nuestro. Pero ahí estábamos cincuenta y pico reporteros, sin contar el coro ni los diáconos ni los pastores. En un rincón ardían dos veladoras en memoria de periodistas muertos hace poco y hace tiempo.

El servicio anglicano es sencillo: se rezan oraciones, se elevan himnos y se leen mensajes. Y los mensajes eran sobre el deporte y los reporteros. Sir Michael Parkinson recordó que el clásico siempre leía primero la sección de deportes porque esa parte de los diarios se concentra en los triunfos, y las primeras planas son sobre fracasos. Terminamos cantando Jerusalén, el poema de William Blake que se ha convertido en himno extraoficial de Inglaterra.


Y después nos fuimos a tomar una copa de vino cerca del callejón Ave María. El venerable David Meara, rector de la iglesia de santa Brígida y archidiácono de Londres, tomó un trago de jugo de manzana y me ofreció un argumento inusitado:

"Mucha gente dice que los periodistas son un grupo de personas maleducadas y que tienen muy poco sentido de la moral, y piensa que no se sentirían bien en una iglesia como ésta, pero creo que los periodistas valoran el hecho de que haya un lugar al que puedan ir y hablar sobre los problemas de su profesión", me dijo el doctor Meara.

"Nosotros los aceptamos y los entendemos porque en última instancia el periodismo es la búsqueda de la verdad, y nosotros creemos que Dios es la verdad... Así se cierra el círculo", concluyó el archidiácono. Una muchacha nos ofreció tragos frescos. En otras partes hablé con otros colegas. Ninguno era extranjero.


No sé por qué terminé pensando en el nuevo libramiento de Perote a Xalapa y en las iniciativas de financiamiento privado que han firmado dos gobiernos británicos seguidos. Y llegué a la conclusión de que la idea de que el sector privado haga obra pública es un desastre aquí y allá, porque el fin de la iniciativa privada es producir capital y el del Estado es propiciar la felicidad.

Hasta ahora la única felicidad que parece haberse propiciado es la de las empresas que entraron al negocio. Según el diario The Guardian, en los próximos cinco años terminaremos pagando trescientos mil millones de libras (una cantidad para la que no me atrevo a buscar equivalente en pesos) por obras que costaron menos de cincuenta y cinco mil millones de libras (una cantidad menor, pero igualmente difícil de imaginar en pesos).

Habría que ver cuánto ha invertido el sector privado de México en obra pública, ya sea de manera directa o mediante mecanismos de financiamiento que a fin de cuentas son préstamos con intereses altísimos a largo plazo. Y habría que temer que en México pasara lo que en Gran Bretaña...


Salí. Hacía calor en el callejón Ave María y en todo el resto de Londres. Para no pensar en eso (el clásico diz: me choca pensar en el calor porque cuando pienso sudo y me choca sudar) me puse a pensar en el tristemente célebre artículo cuarenta y ocho que alguien coló más por ignorancia que por malicia en el nuevo código electoral de Veracruz.

Desde lejos, a bordo de un autobús de la ruta veintitrés, a salvo de las grillas y los odios jarochos y de los otros, uno no atina a pensar a quién se le ocurrió que los medios permitirían que les impusieran controles que rebasan con muchos los límites constitucionales, sobre todo en los momentos que viven el estado y la nación.

Llamé a un amigo, luego a otro y a otro. Los de Xalapa me dijeron que se había retirado o se iba a retirar todo el artículo cuarenta y ocho del texto del nuevo código. No sé si habrá sido la intervención de santa Brígida. Yo tomé el tren y me fui a mi casa. Hacía calor.