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Columnas y artículos de opinión
De Interés Público
Justicia para todos o justicia por propia mano
Emilio Cárdenas Escobosa
15 de febrero de 2013
alcalorpolitico.com
Un elemento central para que la relación entre la sociedad civil y la sociedad política transite sin mayores sobresaltos en cualquier nación que se precie de ser democrática es la confianza en la aplicación de la ley. Sin embargo en México su plena vigencia y el funcionamiento de un sistema judicial justo, predecible y confiable, así como la existencia de garantías para salvaguardar la seguridad e integridad de los ciudadanos, seguirán siendo aspiraciones constitucionales y demandas cotidianas de la población.

La aparición en las recientes semanas de grupos de autodefensa en varios puntos del país, principalmente en entidades como Guerrero, Oaxaca, Jalisco y Chiapas, donde pobladores de diversos municipios han armado sus propios cuerpos de vigilancia ante la falta de garantías y de seguridad en las comunidades y la impunidad campante de grupos criminales, lo confirma. La gente ha preferido armarse, asumirse como guardianes, aplicar a su modo la ley y exponer su vida, ante la ineficacia y corrupción de muchas autoridades.

Estos levantamientos, hasta ahora aislados, son el síntoma de una enfermedad más grave y de fondo: la ingobernabilidad y el vacío de poder que se observa en regiones del país y, en un contexto más amplio, la incapacidad del Estado para brindar seguridad. Situación que genera el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de grupos armados irregulares de defensa al más puro estilo de los paramilitares, con el consabido riesgo de que esas agrupaciones se radicalicen o deriven ellas mismas en organizaciones criminales.


Estos grupos de autodefensa han llegado incluso a realizar detenciones, realizar juicios en tribunales populares y, en algunos casos, entregar a los presuntos delincuentes a las autoridades formales, como ha ocurrido en Guerrero y Michoacán, en un hecho que exhibe el tamaño del problema que borda la frontera de lo legal y lo ilegal, lo real y lo surrealista.

El Estado se observa acorralado: sujeto entre la incapacidad de satisfacer con prontitud la exigencia de seguridad y protección de la ciudadanía y su capacidad real de erradicar o desarmar a esos grupos. Vaya problema.

Nuestro país reclama profundos ajustes a sus estructuras fundamentales a los órganos del Estado y a sus instituciones. En materia de justicia no se puede desconocer que el sistema en su conjunto ha dado ya de sí y se encuentra inmerso en una severa crisis. El déficit es mayúsculo en la operación de los cuerpos policiales y su permeabilidad a la corrupción y delincuencia organizada, en la ineficacia del sistema de seguridad en su conjunto, en la actividad burocrática y corrupta de los Ministerios Públicos que han dejado atrás por mucho su carácter de representantes sociales, en las excesivas trabas burocráticas de los poderes judiciales en los estados, en la dificultad en el acceso a la justicia por la lentitud de los trámites procesales, por citar algunos temas del catálogo de pasivos.


Bajo esa lógica el pleno acceso a la justicia y el respeto a los derechos fundamentales solo pueden alcanzarse con el reordenamiento de funciones entre los tribunales, con la absoluta independencia e imparcialidad de los juzgadores, con mecanismos para elevar la profesionalización de sus integrantes y proteger el servicio de carrera judicial de la improvisación, con el fortalecimiento de los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas de los integrantes de la judicatura.


El desarrollo con justicia real no se logrará mientras las leyes sigan siendo legales pero injustas, si se permite la impunidad a los poderosos y se encarcela sólo a los líderes sociales o a los pobres. Urge poner límites efectivos a los abusos del Estado.

El regreso de la legalidad y la constitucionalidad en todos los ámbitos de la vida social son, a no dudarlo, la verdadera reforma pendiente y su ausencia explica la permanente desconfianza del ciudadano hacia las instituciones de justicia, la imparable espiral de inseguridad pública que conlleva y, ahora, como colofón, la decisión de pobladores de armarse para defenderse de grupos delincuenciales.


Hoy lo que México demanda, son leyes justas y nuevos equilibrios inteligentes que restablezcan y vigoricen la legitimidad y la eficacia de las instituciones, erosionadas por la desconfianza y por la ausencia de entidades políticas modernas. Ello comprende mejoras en la administración de justicia y en sus modelos de gestión, pero sobre todo una renovada ética del poder público, que de no alcanzarse habrá de comprometer seriamente los avances y alcances de cualquier intento de reformar el Estado o echará por la borda cualquier entusiasta inicio del nuevo gobierno federal.

Mientras en México sigamos entrampados en intereses de grupo y en coyunturas electorales, la vigencia plena del imperio de la ley, el efectivo combate a la impunidad y la promoción de la cultura de la legalidad, seguirán aguardando mejores tiempos.

En tanto, la población sufre y el espíritu de las leyes languidece, mientras continúa el fuego cruzado de las guerras que libran los maleantes y las que son el día a día de los políticos que ambicionan el poder.


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