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Columnas y artículos de opinión
Hemisferios
La más competente
Rebeca Ramos Rella
15 de abril de 2013
alcalorpolitico.com
Como todas las mujeres genuinamente con vocación y capacidad política, mujeres de Estado, en la historia de la humanidad, la Baronesa Margaret Thatcher, no se salvó de la maldición de estar en el centro del debate de una sociedad, que desde su tiempo recurrió a la descalificación, a la crítica subjetiva y a la disección aguda de sus posturas, actitudes, decisiones, movimientos y personalidad, para esconder la desaprobación colectiva y machista, ante una mujer con ambiciones y habilidades de poder.
 
Margaret logró dividir ánimos y opiniones; apoyos y compromisos. La odiaban y la querían; la admiraban y le temían. Reacciones que hoy, después de su muerte, persisten y seguirán partiendo el análisis de la historia que le tocó construir, entre esos dos extremos.
 
Ella padeció la discriminación, la misoginia, el machismo, muy al estilo británico, por su condición de género, en un mundo de poder edificado por hombres, para ejercerlo ellos, donde la única mujer empoderada que aceptarían y a la cual se someterían, sería a la Reina.
 

Desde sus primeros intentos para ganar una candidatura de su partido, el Conservador –Los Tories- para llegar al Parlamento, los dirigentes la esquivaban; un tanto por su juventud y otro tanto, por su determinación y empuje; meros disfraces del miedo de dejarla pasar y después, no poder detenerla.
 
La Señora Thatcher, brincó con talento y con carácter todas las vallas y de todas sus derrotas se levantó fortalecida. Y ciertamente, cuando llegó finalmente a ser parlamentaria en 1959, su carrera sólo se detuvo en 1990, cuando salió de la Casona de Downing Street número 10, donde despachan los Primeros Ministros del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte.
 
Fue la política más destacada de su país durante 31 años –periodo en el que tuvo la inteligencia de no  disputarle ni ensombrecer los reflectores hacia la Reina Isabel II, por supuesto-.
 

A doña Margaret, le imputan toda suerte de contrastes pero hoy, hay que reconocerle que ha sido una de las muy pocas, grandes lideresas mundiales, que transformaron la geopolítica del orbe.
 
Su fobia anticomunista, le edificó el apodo que la acompañó hasta su muerte y que perdurará en los libros de la historia global, como el sinónimo de ella misma, como su otro nombre; como el referente para muchas otras mujeres empoderadas, que ya quisieran parecerse en algo a la poderosa, polémica, brillante, implacable, tenaz, Iron Lady.
 
Precisamente, esas dos palabras que entrañan la esencia toda de la personalidad de esta mujer extraordinaria, que sin dejar de ser una dama, -en la acepción muy británica del concepto-, habría de blindarse para ejercer el mando, para sostener el poder y para fortalecer la influencia –resabios de la hegemonía del Imperio-, que nunca ha perdido la Gran Bretaña, como potencia de contrapeso en el planeta.
 

La Dama de Hierro fue ante todo, una lideresa que jamás se dejó chantajear. La dureza de sus posturas para enfrentar inconformidades, por sus políticas y decisiones domésticas en la economía, en lo fiscal y en lo militar, la etiquetan.
 
Convencida de que los sindicatos de su país, no aportaban como debían a la expansión económica, decidió privatizar las minas de carbón para reactivar la productividad del sector.
 
De poco valieron las huelgas y amenazas de los mineros; miles se quedaron desempleados, por oponerse a la privatización. Pero ella no metió reversa. Como tampoco lo hizo cuando algunos miembros del Ejército Revolucionario Irlandés, apresados, decidieron organizar una huelga de hambre para obligarla y al gobierno, a reconocerlos como prisioneros políticos y entonces, mejorar sus condiciones de confinamiento.
 

La Primera Ministra, simplemente no sucumbió a sus pretensiones de exhibir blandura, emotividad, características sexistas endosadas a las mujeres. Por el contrario, ella justificó su postura afirmando que  “el crimen es el crimen y nada más que el crimen; no hay nada de político”. Y aquellos reos, perdieron en su causa; en la cárcel, se murieron de hambre.
 
En su país, la Baronesa desató una ola gigante de apoyos y de rabia, desde el gobierno. Tanto que el Thatcherismo será la marca histórica de un estilo propio de gobernar y de dulces y amargos recuerdos.
 
En su contexto, hay que analizar. En los 70’s la Gran Bretaña atravesaba por tiempos difíciles en su economía. Los laboristas no habían resuelto la inflación que ponía al borde del abismo a la economía y al crecimiento logrado desde  la segunda posguerra. Cuando los británicos reaccionan por el cambio y le dieron su confianza a Thatcher, ella puso en práctica sus convicciones muy partidarias de Milton Friedman y decidió controlar la inflación, reduciendo el gasto del gobierno, en educación y vivienda, para salir del estancamiento económico. Es muy conocido que la Universidad de Oxford la ”castigó” por cercenar los recursos estatales a la educación superior, con la negación a entregarle el Doctorado Honoris Causa.
 

Nunca fue partidaria de un Estado obeso que todo resolviera. Cuadrada en su doctrina, a veces más liberal que la mayoría de sus partidarios, arremetió contra los sindicatos lánguidos que no producían; cortó subsidios, alzó impuestos, impulsó la privatización de empresas e industrias paraestatales y subió las tasas de interés; medidas durísimas que por un tiempo aumentaron el desempleo y el reclamo social.
 
Para principios de los ochentas, Thatcher logró éxitos, con serios costos sociales sin embargo.  El crecimiento económico se reniveló; la inflación y las tasas de interés bajaron, pero la industria padeció y el desempleo se sostuvo alto.
 
No obstante, tras su renuncia y al paso del tiempo, sus opositores y críticos hubieron de aceptar que ella había hecho lo correcto, aunque impopular y doloroso, para reinsertar a Gran Bretaña en el club de las naciones ricas; pero muchas cicatrices quedaron.
 

Independientemente de cómo la recuerden, a Margaret Thatcher, el mundo de hoy le debe mucho.
 
Ella junto con su gran amigo y mejor aliado, el entonces Presidente de EUA, Ronald Reagan, reconfiguraron los equilibrios políticos en el orbe, que dieron como resultado el fin de la Guerra Fría, la escalada militar de las superpotencias Estados Unidos y la Unión Soviética, que desde 1945, no cejaron en su confrontación bipolar.
 
Fue el gran líder soviético Mikhail Gorbachov quien cautivó con sus nuevas ideas y su carisma a la Primera Ministra. Ella y Gorbachov encontraron la virtud del diálogo sin reservas, se cayeron bien y entonces ella lo apoyó para empujar las reformas contenidas en la Perestroika y la Glasnost, que significaban la reestructuración del sistema socialista, rescatando lo mejor extraviado desde la era de Stalin y el impulso a la apertura informativa.
 

En realidad la URSS tenía urgencia de abrir su economía y redinamizarla en los sectores estratégicos no militares, que precisamente por la escalada armamentista de la Guerra Fría, habían quedado varados. La URSS, el hegemón contrario a Occidente, tenía suficiente acervo militar y nuclear para amenazar, pero el campo,  la industria, el avance tecnológico no militar, estaban por los suelos.
 
A Thatcher, la convenció Gorbachov. Sobre todo, porque esta nueva visión desde la URSS significaba que los países satélites de Europa del Este, podrían decidir su futuro sin la arbitrariedad cerrada de los partidos y gobiernos comunistas, afines al Moscú del socialismo postalinista. Y la joya de este magno proceso de apertura, previsiblemente generaría posibilidades también, para la reunificación de las Alemanias, el derrumbe del Muro de Berlín y diseñaría un nuevo mapa político y económico de Europa, favorable a la hegemonía de Occidente, sobre un bloque soviético, poderoso, pero rezagado del crecimiento económico global.
 
En esta perspectiva, Thatcher, como Reagan y Gorbachov, fueron visionarios. Convivir en distensión salía más barato en términos económicos, pero el costo político para el bloque comunista fue mucho más accidentado. Nadie previó el entierro de la URSS. Algunas transiciones en los países satélites del Este, fueron muy sangrientas. El  proceso superó a las propuestas.
 

Con todo, una mujer excepcional como Thatcher, con tal poder, siguió siendo doblemente criticada en sus determinaciones de efecto mundial, quizá con más severidad y saña, sólo por ser una mujer de Estado.
 
Los británicos le reclamaron no salvaguardar la integridad territorial de Las Malvinas, cuando Argentina las invadió. Pero, Thatcher se encargó de levantar el nacionalismo británico y sus números en las encuestas para reelegirse y se fue a la Guerra, que fue un éxito para su país y le ganó otro periodo.
 
Durante su mandato, mucho se especuló de un tinte de racismo en sus posturas. Fue muy señalada sobre su ambigüedad frente al gobierno sudafricano de blancos, al mantener la relación comercial en tiempos del Apartheid, la infame política de segregación que ella insistió en rechazar; pero tampoco respaldó al Congreso Nacional Africano de Mandela, movimiento social que en algún momento tildó de “terrorista”.
 

Thatcher fue una enorme piedra en el camino de la integración de la Unión Europea. Su posición incambiable de cara a la mancomunidad, aún persiste. Nunca aceptó una integración europea, más allá de lo comercial y económico y la competitividad favorable que ello generaría; pero se negó a respaldar la integración política y al mecanismo de tipos de cambio, antecedente de la política de moneda única; jamás el Estado paneuropeo. Fue lapidaria: “No hemos retrocedido exitosamente las fronteras del poder del Estado en Gran Bretaña, sólo para volverlas a ver impuestas a un nivel europeo, con un super-Estado europeo ejerciendo un nuevo dominio desde Bruselas”.
 
Su vida, su carrera al poder, los 11 años de su gobierno y su enorme presencia e influencia posterior, en Gran Bretaña y en el mundo, con todo y los claroscuros, los malquerientes y los contrastes, le fueron justamente reconocidos en 2011, con la publicación de la encuesta de Ipsos Mori. Ahí la opinión pública la entronó como la Primera Ministra más competente de los últimos 30 años en su país. Igual, la influyente revista Time, la nombró entre las 25 mujeres más poderosas del siglo XX.
 
El legado de este magnífico personaje histórico, es quizá su sello auténtico, en la forma de gobernar.
 

En el análisis del poder, muchas veces he insistido, en que hoy las mujeres no han ideado una plataforma de valores, conductas, acciones, estilos, que diferencien la manera de ejercer el mando siendo mujeres. El poder ha sido creado para ser aplicado por los varones y ellos han impuesto la práctica, las reglas del juego. Thatcher jugó con esas reglas para alcanzar la cima. En su ascenso, muchas veces la excluyeron, la discriminaron, la estereotiparon. La doblaron pero no la rompieron.
 
Se ganó a pulso el mote de la Dama de Hierro, porque así la veían ellos, los hombres de poder: dura, inflexible, fuerte, temida, determinada, hasta soberbia; calificativos con los que se apunta despectivamente a las mujeres que destrozan los esquemas preestablecidos; que luchan, que no cesan, que no se someten ni se conforman; que les debaten y argumentan, con inteligencia y brillantez hasta ganar la discusión, la votación, la elección.
 
Hasta hoy, nadie la ha acusado de ligera, de prostituta, de trepadora, de corrupta, de mentirosa o simuladora. Nadie le ha cuestionado su agudo cerebro ni su temple. Dura se hizo en la batalla por la cumbre, pues quizá era la única senda para sobrevivir, levantarse de las caídas y vencer.
 

La Dama de Hierro, de eso debía estar hecha precisamente, siendo una mujer que aspirara y lograra el poder. No podía ser de otra forma, desde la concepción sexista de la cultura androcéntrica que sostiene el ejercicio del dominio masculino, en la política, en lo social, en la economía, en la familia, por encima de la igualdad que reclamamos las mujeres.
 
En el equilibrio del análisis objetivo, tampoco se asevera que Thatcher fuera una feminista, ni que en su trayectoria, fuera particularmente un gran respaldo para la causa de la igualdad de género. Pero su herencia política, indica una opción para ejercer el poder, remarco. Su tenacidad, su preparación, sus bases ideológicas consistentes y su congruencia en las acciones, en lo general, contribuyeron a fortalecer a su país, en un momento de la historia que se requería mano dura, cabeza fría y corazón sensato.
 
Para muchas, Margaret Thatcher puede ser una excelente referencia, en estos términos. Copiarla con poses, es ridículo. A esta gran mujer, a esta gran lideresa, sólo se le puede emular con la fineza de una mente prospectiva y con la fuerza de la vocación.
 

Los músicos, cineastas, periodistas y analistas, la han inmortalizado con admiración y con profundo rencor. Hoy tras su muerte, hay miles que la festejan en las calles de Londres. Los argentinos ni su nombre quieren pronunciar.
 
Lo cierto es que Thatcher debe ser reconocida en su dimensión histórica, como la gran transformadora de su país y el artífice indispensable en los cambios trascendentales en el mundo que le tocó vivir y lidiar.
 
Ella seguirá siendo el ícono de la mujer de poder, control y firmeza o será, para muchos, la peor de todas. Si ella hubiera sido hombre, el relato sería distinto y nada sorprendente para los que conciben al poder con rostro de varón y con la imagen fálica, como engañosa garantía de supremacía.
 

Coincido en que su legado será tan macizo, como el hierro que la envolvió o del que ella misma se vistió, para lograr ser una de las grandes estadistas del mundo, la mujer acorazada, la más competente.
 
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