icono menu responsive
Columnas y artículos de opinión
Kairós
El Gran Capital y la Universidad Veracruzana
Francisco Montfort Guillén
1 de mayo de 2013
alcalorpolitico.com
El gran salto a la cúspide del poder desde los escalones universitarios ha sido brillantemente expuesto, por Gabriel Zaid, en diferentes ensayos, entre los que destaca <De los libros al poder>. Las universidades mexicanas han proporcionado los cuadros dirigentes nacionales, tanto de las instituciones públicas como de las organizaciones privadas y sociales en toda la república. México, pues, lleva décadas dirigido por universitarios, antes casi todos egresados de las universidades públicas, ahora con presencia creciente de titulados en universidades privadas. Los avances logrados, así como los problemas que vive la sociedad mexicana, no han sido provocados por cuadros dirigentes semianalfabetos, sino por hombres y mujeres en su inmensa mayoría con título académico en educación superior.
 
El prestigio derivado de los libros y los títulos ha sido constituido en patrimonio de egresados universitarios. Pero este prestigio no ha sido trasladado y reconocido a los profesionales de la educación: profesores, maestros o catedráticos de las universidades. Esta profesión académica carece del esplendor que poseen los economistas, los abogados, los médicos, los contadores y decenas más de profesionistas que trabajan en los sectores público, privado y social del país. Plantear este problema y sus respuestas, en todas sus dimensiones, rebasa las posibilidades de espacio de este artículo y el concurso de muchas voces. Sin embargo, adelantar algunas hipótesis, aunque insuficientes, y parciales en su eficacia, puede resultar más valioso que carecer de ellas o desentenderse de la situación actual.
 
En países como Francia o Finlandia el título de Profesor evoca una esencia y una figura de respetabilidad, de honorabilidad y de utilidad para la sociedad. La condición social del Profesor, así como su situación económica, dejan claro el nivel de prestigio y de reconocimiento público que su sociedad le otorga. No es el caso de México. Más comúnmente nombrado como maestro, esta figura social, si bien ha conocido momentos cumbres de respeto y reconocimiento, no ha logrado consolidarse como cimiento indispensable y referente moral e intelectual en toda la sociedad. La indistinción al referirse al maestro por igual, lo mismo si se trata de profesionales de la educación básica que de la media o superior, provoca que el prototipo social llamado maestro sufra la demolición de las críticas generalizadas de alumnos, padres de familia, autoridades y medios de comunicación. Los maestros en revuelta, en algunos estados de la república, culminan ahora un largo proceso en que esta figura social se ha visto envuelta en movimientos de lucha política, que no académica, en contra de las instituciones gubernamentales. Los movimientos políticos han provocado una cauda de desprestigio, a la figura del maestro, mayor que el reconocimiento a sus batallas, desde por lo menos los años sesenta del siglo pasado.
 

En Alemania, por ejemplo, el título de profesor es reservado a quienes imparten educación básica, secundaria y media superior. Para el nivel universitario la profesión docente tiene el monopolio para designar a sus miembros maestros. Y éstos gozan de un prestigio similar a sus colegas en Francia. Con menor tradición, pero tal vez con más importancia social y económica, son reconocidos los profesores universitarios en Estados Unidos. Ciertamente, en todos los países desarrollados las personas que realizan docencia e investigación, principalmente en las universidades, son altamente valoradas en sus propias instituciones u organizaciones, aunque también por el gobierno, la sociedad, los alumnos, los padres de familia así como por sus colegas profesionistas del mundo laboral no académico.
 
Las universidades públicas mexicanas, en su lucha por liberarse del corporativismo estatal, en su afán por construir su estatus de reconocimiento social y mejorar sus condiciones laborales, y de vida personal para sus miembros, se han constituido como un fin en sí mismas. Han hecho de la necesidad un destino. Por esta vía, muchas han olvidado su verdadera condición de medios para el desarrollo de los estudiantes y futuros profesionistas. Éstos buscan adquirir los conocimientos y habilidades, actitudes, valores y conductas que les otorguen las bases para construir una vida laboral y personal más satisfactoria. A esta necesidad de autonomía, muchas universidades públicas la han constituido en su mayor virtud, cerrándose en sí mismas, al menos frente a las críticas y las exigencias de los oferentes de puestos de trabajo. Y buscan auto-instituirse como finalidad de vida, y no en un medio de una etapa vital pero transitoria de millones de jóvenes. Ese tipo de universidad se equipara así en la necedad, muy de moda, de ver la cultura juvenil –una etapa de vida- como una cultura propia, única y un fin en sí misma: los eternos jóvenes.
 
La universidad pública no es un fin en sí, y por supuesto, tampoco es un objeto. Es un capital social, un capital organizacional de la sociedad y por lo tanto un medio, es decir, es una institución constituida para producir conocimientos y transformar estudiantes en profesionistas de altas cualificaciones. Es esta tarea de mediación la que crea los vínculos que la ligan sólidamente con su sociedad. Por estas y otras razones, la universidad pública debiera ser conceptualizada y vivida como el más poderoso medio para salir de la barbarie. No sólo la representada por la inmensa violencia que demuele a la sociedad, sino en su sentido amplio: la barbarie que triunfa sobre la cultura del buen vivir para todos los integrantes de la sociedad mexicana. O más aún, como fracaso de las instituciones que debieran procurar su libertad, justicia y fraternidad. Dolorosa, porque se trata de una barbarie que es producida por la sociedad a partir de sí misma.
 

Para superar esta barbarie la sociedad cuenta con sus universidades, en tanto medio poderoso de civilización, pues forman culturalmente a seres humanos para ser profesionistas exitosos. Para lograr cabalmente su gran fin es necesaria la reivindicación profesional de los catedráticos universitarios. No para ser objetos de veneración. Sí para que sean valorados, respetados, respaldados y recompensados como profesionistas de la más alta calidad intelectual, moral y ética.
 
¿Qué puede esperarse de una universidad pública que somete a sus catedráticos al doble poder de la burocracia y de los estudiantes? La educación universitaria es un acto de responsabilidad vis-a-vis del otro, del catedrático por el estudiante y viceversa. Es un proceso civilizador, de nivelación entre el experto y el principiante para darle forma, descubrir y pulir sus cualidades: un acto profesional, y por qué no, amoroso, de dar a la luz un nuevo ser: el estudiante transformado en profesionista.
 
En la Universidad Veracruzana la figura del maestro, profesor o catedrático ha sido debilitada. Vive bajo el yugo del poder de las autoridades, cuyo afán de control ha provocado una especie de infantilismo magisterial, conducta que despoja de toda responsabilidad individual a los docentes. El asambleísmo y la obsesión por las decisiones colectivas para tratar todos los asuntos académicos y administrativos han robado la voluntad individual y han domesticado los deseos de auto-realización del personal académico: se ha puesto fin a su espíritu innovador y dinámico.
 

El otro yugo es el gran poder otorgado a la pedagogía per se, que se impone sobre las necesidades de formación de profesionistas: ha sido uniformizado el modelo educativo en todas las carreras. Desde este poder, a los maestros les ha sido borrada su figura ancestral, su antiguo prestigio heredado, su principal referente de dignidad profesional y de prestigio social. También ha perdido sentido el espíritu de grupo y la cultura profesional de cada profesión. Los maestros, profesores o catedráticos en la Universidad Veracruzana ya no existen. Ahora son <facilitadores>. Y sus conocimientos adquiridos e impartidos ya no constituyen materias o cátedras, sino simples <experiencias educativas>. Todavía más. La pedagogía del modelo implantado, confundiendo los niveles de enseñanza, (los básicos con los universitarios), y fortaleciendo la influencia de la moda, sumisa frente al triunfo de la barbarie, han inoculado la idea (que facilita la evasión de las responsabilidades que debe asumir cada uno de los maestros, sobre su labor de acompañamiento y nivelación de conocimientos y destrezas) de que el proceso de enseñanza/aprendizaje sea <centrado en los alumnos>, pero no para que éstos asuman mayores responsabilidades, sino como una cuestión que es aplicada como hacer de los alumnos los <reyes del salón> como antes fueron <los reyes del hogar>. Debido al triunfo de la cultura de masas, las <experiencias educativas> deben ser apoyadas por medios electrónicos, con atractivos apoyos visuales que eviten que los <niños universitarios> se aburran. Por estas vías los docentes han sido convertidos en <animadores culturales>, adultos obligados a comportarse de acuerdo a la <cultura juvenil>, locutores de dibujos animados con tal de que los <reyes del salón> se diviertan en las horas de clase. A toda costa, los <facilitadores> son conminados a evitar que sus <alumnos> padezcan los sacrificios y hasta dolores de cabeza derivados de la formación profesional e intelectual. Nada de leer y estudiar hasta doce horas diarias. Con esta actitud, los alumnos terminan por no ubicarse en el mundo laboral con sus exigencias, por ni siquiera pensar e intentar cambiar su entorno, conocer sus dificultades, resolver sus problemas.
 
Las mejores universidades del mundo, principalmente las norteamericanas, compiten entre sí para contratar a los maestros más reputados en sus ámbitos profesionales. La base de su prestigio está constituida por su planta docente y sus investigadores. El reclutamiento, selección y contratación de profesores es una labor profesional y ética. ¿Por qué? Porque sin grandes maestros e investigadores no puede haber grandes universidades. Por esta razón, sin grandilocuencias, puede afirmarse que el gran capital de una universidad son los cerebros de sus maestros. El capital más valioso y en realidad el único que poseen las personas es su cerebro. Es la materia prima, el medio, la base del proceso y el producto final con el que trabajan las universidades.
 
La universidad es la organización cuya función consiste en optimizar las capacidades cerebrales de catedráticos y estudiantes mediante la cultura, la investigación, la producción de conocimientos, la formación profesional, la ciencia y las habilidades técnicas. Es la sociedad y sus mercados laborales la que certifica la calidad de sus recursos humanos, sobre todo en la medida en que sus universitarios logran transformar su entorno. Este gran capital, el de mayor valor y utilidad, no ha sido optimizado debido al funcionamiento de la organización de la Universidad Veracruzana: este gran capital vive bajo el asedio del poder burocrático/pedagógico/sindical, facilitando la evasión de responsabilidades y su evaluación y rendimiento. En otros términos: las buenas capacidades y el buen prestigio del personal docente que hoy posee la Universidad Veracruzana pueden ser varias veces multiplicados. Sin libertad plena para el desarrollo de los cerebros de los catedráticos, no hay autonomía que valga. Ésta resplandece cuando son creadas las condiciones y las organizaciones competitivas para su desenvolvimiento. Esta es una tarea al alcance de los universitarios dispuestos a hacer valer su libertad de creación e innovación, como los de nuestra Universidad Veracruzana Nueva. Es tiempo de emprender esta etapa.