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Columnas y artículos de opinión
Kairós
¿Economía plebeya y sociedad aristocrática?
Francisco Montfort Guillén
28 de mayo de 2013
alcalorpolitico.com
¿El escritor francés Aymé expresaba, con tino, la condición del éxito que en su momento tuvieron los grandes poetas: < Los poetas clásicos usaban una lengua democrática, es decir, el lenguaje que usaba todo el mundo>. El espíritu democrático, para que se asiente y florezca, debe situarse entre los principales intereses del pueblo, o sea, debe ser poseído por todo el mundo. Esta característica lo contrapone a los intereses y el lenguaje de la aristocracia, por lo menos en su origen. La democracia, siendo centralmente un método para resolver pacíficamente los conflictos sociales (el primero y fundamental: quién y cómo debe acceder al ejercicio del poder) ahora en los sistemas modernos, radica y es una característica, básicamente, de la sociedad política, la que intermedia entre los intereses de la sociedad y los intereses del gobierno.
 
La democracia, en suma, es menos una cualidad de la sociedad civil y del gobierno, principalmente del Poder Ejecutivo, y debe ser  más de los partidos, del Poder Legislativo y del Poder Judicial, éste último en tanto constituye el poder legal de los ciudadanos para preservar y defender sus derechos. Ni el Mercado ni el Príncipe (así, con mayúsculas) funcionan con espíritu democrático, aunque sí con leyes de tipo democrático.
 
 Las razones en cada caso son, para el primero, que las actividades de la sociedad civil y de sus miembros en lo individual, construyen sus proyectos de vida centrados en visiones legítimamente egocéntricas; y su segunda gran función, la reproducción cultural de las relaciones sociales, sólo tiene un componente político, pero no todas son relaciones políticas, ni siquiera las que mantiene el ciudadano directamente con el Poder Ejecutivo.
 

 Para el Príncipe la razón es más evidente: lucha a brazo partido por conquistar el poder (aunque en democracia debiera respetar leyes e instituciones) y después es el responsable de llevar a cabo los proyectos nacionales, en los cuales no siempre puede respetar los privilegios de sus amigos, ni los intereses de todos los demás. Por otra parte, debe obligar a todo el pueblo, empezando por él mismo, a respetar la ley, utilizando inclusive la coacción y la represión.
 
Por estas y otras razones la propuesta de Enrique Peña Nieto de < democratizar la productividad > resulta singular y sorprendente. ¿Es posible hacer democráticos el rigor laboral, la disciplina, la formación, el uso de la tecnología, la inversión? ¿Es plebeya la productividad o aristocrática, es decir, exclusiva de las élites? La economía capitalista es burguesa, y tiene sus bases en relaciones de producción, que, por definición, une a desiguales.
 
¿Nos puede igualar la productividad, o en otros términos, el problema ancestral de la desigualdad en México puede encontrar en la productividad un poderoso mecanismo para atemperarla y hacerla digna y soportable en su inevitabilidad?
 

En un primer aspecto, la propuesta presidencial apunta hacia la concepción de la productividad, según el Plan Nacional de Desarrollo, en brindar oportunidades para que todos puedan vivir el desarrollo. Esta es en realidad la definición de libertad que propone Amartya Sen como precondición para que cada persona pueda estructurar su proyecto de vida y llevarlo a cabo. Es también el sustento teórico del programa Oportunidades, de corte liberal.
 
Así que aunque parezca a muchos una aberración, hacer de todos los mexicanos personas altamente productivas puede ser una medida que produzca no sólo más riqueza, sino igualdad y nos conduciría a la aristocracia de los altamente competitivos. Mejor aún: hacer realidad el cumplimiento de la ley por todos los mexicanos, principalmente por parte de quienes encarnan los poderes públicos, y generalizar la productividad como cualidad de todos los estudiantes; trabajadores de los sectores social, privado y público; de los empresarios y funcionarios, de todos los hombres y todas las mujeres transformaría a México mucho mejor y más profundamente que todas las reformas que desde hace años estamos intentando hacer realidad.
 
En palabras llanas: los mexicanos somos unos inútiles. Trabajamos más que los demás, producimos menos y peor y tenemos menores ingresos. ¡Bonito negocio! Dirían las abuelas. Así que democratizar la productividad no debiera verse como una política pública dirigida únicamente a los sectores productivos, especialmente a las empresas de manufacturas y a las industrias. Esta política debe ser altamente incluyente, o será un fracaso más en nuestra larga lista de buenos propósitos no cumplidos.
 

 La productividad de la economía contemporánea es más exigente para el sector de los servicios, que son los que generan más valor, dan más empleo y que terminarán dominando la producción económica mundial…aunque usted no lo crea. La llamada sociedad del conocimiento es la sociedad de los servicios de alto valor agregado. Así que en la alta productividad, deberemos incluir en primer lugar a todas las estructuras de gobierno (federal, estatal, municipal y los tres poderes), pues además de ofrecer básicamente servicios públicos, deben servir de ejemplo a la sociedad de que contamos con un gobierno eficaz, como lo propone el presidente de la república. En cuanto nivel de exigencia, el primer rango debe ser para el sistema educativo, y en especial, por su vinculación inmediata al sistema productivo, para las universidades públicas.
 
No se espante usted. No propongo medir el trabajo de la UV como el de una empresa, sino medirla en su especificidad: como institución pública que brinda servicios educativos, que permitan evaluar el máximo rendimiento por cada peso del presupuesto ejercido. Existen métodos especiales para medir dicha productividad universitaria, sólo que en México estos métodos han sido escondidos y nadie se atreve a ponerlos en práctica. Pero ha llegado el momento de tomarle la palabra al presidente de la república y adoptar como lema: ¡productividad ya, beneficios para todos! Si queremos un país que trabaje menos, que haga mejor sus chambas, y cuya sociedad cuente con mayores ingresos, como Francia, entonces requerimos con urgencia de gobiernos productivos y universidades altamente productivas. No como ahora, que por evadir responsabilidades, huyen de compromisos para hacer rendir mejor a las instituciones públicas, las que financiamos entre todos con nuestros impuestos.